top of page

Rey por un día

Yo pensaba que mi vida era injusta. Sé lo que dirán: "Damocles es un engreído" "Damocles es un malagradecido" "Damocles nunca está satisfecho"; pero deben entenderme, el noble siente la tentación más que el mendigo, pues de los dos, es el primero quien tiene todo lo que podría desear al alcance de sus sentidos. Sea como sea, el arrogante que se sentía miserable en la corte de Siracusa ya no existe, y es con la humildad que sólo siente el que ha visto la muerte en cada rincón, que les relato la historia de la mañana en la que desafié al rey.


Participaba en todos los banquetes de mi señor, pero aunque el cojín donde reposaba era de seda, esta no era tan fina como la del trono del monarca. Si mis ropajes eran de hilo de plata, el de los suyos era de oro. Si mi barba se trenzaba con anillos, la de él, más larga y frondosa, se anudaba con joyas preciosas. Si mi plato y mi copa eran de bronce reluciente, la suya del más puro de los oros. Mi rostro ya había sido inmortalizado en un busto de mármol, pero el suyo estaba en cada moneda, y en estatuas casi tan altas como las de los dioses en los templos. Y aunque el rey y yo comíamos de la misma mesa, y nuestros ojos disfrutaban de las mismas doncellas, tan alto como se veía en su trono, su comida siempre parecía más suculenta, y las mujeres que le daban sus atenciones eran a mis ojos más hermosas que las que tenía a mi alcance.


¡Lo confieso y pido perdón! En lugar de agradecer la vida que me fue concedida, deseaba la de mi señor, y puesto que los que más adulan suelen ser los que más envidian, me levanté y alzando mi copa, proclamé:


—Vean ahí al más grande de los reyes, cuyo poder y autoridad no tiene igual. Rodeado de tal magnificencia, no hay hombre más afortunado que el que nos honra con tan suculento banquete.


El rey no dijo nada, pero en su mirada había una mezcla extraña de desdén y compasión. Furioso por su falta de respeto ante mi elogio, le increpé:


— ¿O acaso no cree que es el más afortunado de los hombres? Si yo estuviera en su posición, no albergaría en mi espíritu más sentimiento que la felicidad más plena, y con la más amplia de las sonrisas agradecería las palabras de mis leales amigos.


Entonces el rey sonrió con ironía, y me hizo una extraña propuesta. Si creía que no había fortuna mayor que el trono de Siracusa, me lo ofrecía por un día. Ansioso, con hambre de ver el menor de mis caprichos cumplidos, acepté sin preguntar cuáles serían las condiciones del acuerdo. Ante la mirada envidiosa de todos los nobles, tan codiciosos como yo, me levanté y el rey me colocó su manto de hilo dorado sobre mis hombros, engalanó mi barba con la mejor de sus gemas y colocó la corona sobre mi cabeza. Después, fue el propio monarca quien, arrodillado a mis pies, llenó una copa de oro sólido del más fino de sus vinos.


Durante un instante, fui el hombre más feliz de la tierra. Lo tenía todo, más de lo que jamás me había atrevido a soñar, y el mundo estaba a mis pies. La comida nunca fue más suculenta, los perfumes más dulces, la piel de las mujeres más suave. Pero entonces la vi...


Tan sólo una crin de caballo la sostenía. Intenté moverme, pero como si estuviera poseída por un maleficio, la asesina de acero me perseguía, balanceando su frío filo sobre mi cabeza. Podría haber terminado el banquete e intentar descansar en los aposentos reales, pero algo dentro de mí que no podría dormir, ni reír, ni vivir, porque esa maldita espada me seguiría a todas partes. Entonces dejé de sentir el calor del tacto de las doncellas, el mundo perdió su color, y la comida se convirtió en ceniza en mi boca.


No pasó una hora antes de que, ante mis súplicas, el rey de Siracusa recuperara su trono.

¡Bienvenidos pasajeros! Este tardío relato, retomado del original mencionado por Cicerón en un famoso discurso, es la historia de la Espada de Damocles, expresión que se ha vuelto popular para advertir del peligro constante del poder.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


Entradas recientes

Ver todo
No por mí, sino por Roma

Año 458 a.c. He corrido hasta perder el aliento, y cerca he estado de morir a manos de mi propia toga, pues pocas veces se ha visto a tantos esclavos despertar a sus amos antes del alba, pues hay una

 
 
 
La última bandera de Castilla

San Juan de Ulúa, 23 de noviembre de 1825 Una llovizna ligera hace que mis lágrimas se disimulen, y mi acalorado cuerpo sienta alivio por primera vez en dos años. El viento hace ondear la bandera roja

 
 
 
Con sólo tres gotas

Gwion revolvía y revolvía el caldero negro, como lo había hecho incesantemente noche y día, veinte horas; por cada cuatro de descanso, por tantos meses que había perdido ya la cuenta. Pero aquel día s

 
 
 

Comentarios


bottom of page