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Saber perder

Los más salvajes de entre los mortales, incapaces de ver más allá de sus egoístas pasiones, afirman que el amor es un deporte. Otros, que se regodean en sus propias intrigas, bajo dicha categoría se refieren a la venganza que los domina; unos más llegan incluso a decir que odiar es su ocupación favorita. Ninguno de ellos tiene la razón ¿qué mente humana podría comprender emociones tan dispares como similares en su plenitud? pero es cierto que yo, amo de las tres emociones, fui testigo de cómo todas se entrecruzaron en una competencia, en una de las antiguas eras del mundo.


Que no te engañe mi apariencia infantil, pues soy uno de los dioses más antiguos que existe. En el primer amanecer, cuando las fuerzas primigenias despertaron del caos, cuatro fueron las primeras que surgieron: la tierra, el cielo, el océano, y yo. Fuera de aquellas que conforman el universo mismo, no hay fuerza más elemental que aquella que yo encarno, que ejerce poder sobre todos aquellos que viven, pues amar es tan natural como respirar.


Sé que no me creen, pues mi aspecto es ingenuo, puede que incluso ridículo; pero forma parte de un gran diseño. De no haber elegido vuelto a nacer, del lujurioso encuentro entre Ares y Afrodita, los olímpicos me hubieran tratado con el mismo recelo que sus predecesores, y mi influencia no sería la que hoy es, sobre mortales o inmortales. Piensa en tu propia vida, ¿crees que podría dominar con tanta facilidad los corazones, hacer a mis víctimas cautivos de sus propias pasiones, llevar a tantos a la muerte o la locura si, no me hubieran abierto la puerta todos ustedes, convencidos de que el amor es un acto inocente? Sí, es cierto que hay una pureza dentro de mí, pero no porque purgue la maldad, sino porque mi control es absoluto.


Y aún así, los necios creen que pueden humillarme con impunidad, pues afirman que para amar no se necesita ninguna destreza. Tal era la actitud de un joven dios, resplandeciente como el sol, que no perdía oportunidad de humillar a aquel que era mucho más antiguo que él, pero al que veía como un irritante sobrino. Si hay una sed que entiendo como ningún otro, es la de venganza, pues el hueco en el alma que deja el rencor es tan grande como el del amor no correspondido. La víctima a la que deseaba castigar por su ignorante arrogante era un blanco fácil, bastó con tomar mi arco y flechas, que parecen juguetes comparados con las grandes herramientas de guerra, y errar a propósito en el campo dónde sabía que mi enemigo pronto pasaría.


—No sabía que me admirabas tanto, pequeño Eros. Pero deberías buscar otra afición; si sigues por este camino, nunca serás más que un pálido reflejo de mi gloria.


Conservaba la calma, pues mi odio llevaba tanto tiempo fermentando que poco daño podían hacerme sus insultos. Satisfecho de que hubiera mordido el anzuelo, y sabiendo que me veía como un infante, fingí un berrinche como el cosmos no había visto desde los berridos de Zeus al nacer.


—¡Tonto, tonto, tonto! ¡Soy mejor que tú! ¡Te apuesto a que tiro mejor y más lejos!


Si mi víctima se ofendió por la rabieta, no lo manifestó. Se limitó a sonreír ufano y desde su altura mirarme con condescendencia. El aire brilló a su alrededor y un enorme arco, de un dorado casi cegador, se manifestó a su lado.


—Así que crees que eres mejor arquero que yo sobrino. Acepto tu reto, renacuajo, así aprenderás a no jugar con fuego.


Todo fanfarrón necesita de un público para subsistir, y tal como era mi plan, el joven dorado convocó al consejo divino en pleno para que dieran fe de la competición de destreza. Mi forma infantil tenía una ventaja más: todos me subestimaban, y el ser vencido por un niño rollizo de dedos hinchados, era algo de lo que nunca lo dejarían olvidarse. Incluso le permití lanzar el primer tiro, y él, en lo que consideré el pináculo de la soberbia, lo realizó con los ojos cerrados, tal era su confianza.


En todos mis años de existencia, pocas cosas me han dado tanta satisfacción como la palidez en el rostro de Apolo al ver mi flecha dar en el centro de la diana, pero algo le debo conceder al dios del sol, patrono de los músicos, los médicos y los atletas; pudo transformar su sorpresa en determinación, y más serio de lo que nunca antes lo había visto, fijó toda su energía en un sólo objetivo: vencer.


Mas las Moiras siempre están dispuestas a castigar la prepotencia, y aconteció algo que mi plan no había previsto: que el maldito joven fuera algo más que pose y altanería, y en realidad poseyera de un talento sin rival. ¡Oh, quienes tuvieron la fortuna de presenciar tal duelo! Nunca hubo, ni antes ni después tal despliegue de destreza, las flechas cortaban el aire cual espada, y certeras y veloces; dando siempre en el blanco. Tan anonadado me encontraba, que en mi confusión erré dos tiros por tan solo milímetros, pero tales deslices fueron suficiente no sólo para compensar el primer tiro de mi rival, sino asegurarle la victoria.


Así fue como, el día en que planeaba humillar al hermoso Apolo, me encontré siendo el blanco de las burlas, pero esta vez, la crueldad de los dioses era distinta, pues si antes me dejaba avergonzar para mantener mi fachada de debilidad, ahora sabía que me merecía las carcajadas, pues por primera vez me atreví a mostrar mis talentos, y aún así había sido superado.


Tres certezas tiene el amor: la primera es que ataca pronto y tarda en desvanecerse; la segunda es que nadie puede escapar de sentirlo al menos una vez en su vida. La tercera es que no sabe perder.



Si antes mi idea de venganza era someter a Apolo a la burla de sus pares, ahora lo que quería era que sufriera por la eternidad, no por el delito de la arrogancia, sino por el atrevimiento de ser superior a mí. Por días me refugié en mi cueva, afilando las armas secretas que los otros dioses desconocían que poseían: las flechas de oro y plata, que producen un amor que nunca muere, y las de frío plomo, que endurecen el corazón y lo llenan de un desprecio incontenible.


Quisiera poder decir que la desdichada Dafne me había ofendido de alguna manera, y que por eso la escogí, pero la ninfa era inocente. Se trataba tan sólo de una doncella hermosa, pura, y en ese momento, en el camino de Apolo. El resto de la historia ya la conocen: mis certeros tiros, cómo él casi enloqueció por amor hacia ella, y ella se retorcía de náuseas de tan solo saberlo cerca. No tuve el coraje de ver la persecución, endurecí mis oídos ante sus súplicas de auxilio, y sólo me atreví a volver a aquel claro a orillas de un río cuando todo estaba por terminar. Mi venganza concluida, presencié a Apolo abrazar con desesperación y lágrimas en los ojos el tronco de lo que instantes antes había sido una chica, pero no gozé de su desgracia, pues había pervertido mi propósito en la vida, y mi tarea quedó maldita. Por mis acciones ese día es que hoy hay quienes logran que la maldad surja del amor.


Eones después, aún recuerdo el juramento que Apolo hizo ante la inmóvil y silenciosa Dafne:


—Ya que nunca podrás ser mi mujer, al menos, dulce laurel, serás mi árbol. Mi amor, mis cabellos y mi aljaba coronarás con tus hojas, siempre verdes, así como las sienes de todos aquellos merecedores de victoria.



Desde entonces Dafne acompaña a todos aquellos que demuestran gran habilidad en los deportes, las artes e incluso la fuerza de las armas, pero fue una decisión que ella no tomó. La próxima vez que un vencedor se alce con las hojas de laurel, recuerda que aquella corona es una víctima de dos dioses que no supieron perder.

¡Bienvenidos pasajeros! En este regreso a los cuentos individuales, quise comenzar con un versión alternativa de la tragedia de Apolo y Dafne, desde la perspectiva del tercer involucrado.





Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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