Sed conspectus corporis
- raulgr98
- 7 dic 2023
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Atenas, 350 a.c.
Hipérides estaba desesperado. Era uno de los mejores oradores de Ática, hasta sus enemigos macedonios lo reconocían. Y aún así, estaba perdiendo. Frente a él, Euthias sonreía con satisfacción. A Hipérides le pesaba en el orgullo que un fiscal tan mediocre pudiera dominar a los jueces con tal facilidad, pero cuando Anaxímenes, maestro de Alejandro, y Aristogión, más grande rival del gran Demóstenes, escribían tus discursos, no se requería gran virtud para tener éxito.
A su lado, la acusada permanecía serena, inmóvil. Por consejo de su defensor, no mostraba mayor emoción más que tranquilidad, sin lágrimas que afectaran la imagen señorial que Hipérides había construido por días; pero ambos sabían lo que estaba en juego. El orador en su juventud fue alumno de Platón, por lo que lo que implicaba perder un juicio por impiedad: el viejo Sócrates lo había aprendido de la forma más trágica. Lo había intentado todo por defender a la cortesana, la modelo de Praxíteles, la mujer de piel oliva y cabello oscuro, el mortal más bello de toda Grecia, pero no sería el derecho lo que ganaría aquel combate, sino el duelo de egos: aunque las esculturas que recreaban su belleza iban de Tebas a Esparta, durante años Finé se negó a bañarse en público, por lo que la única manera de admirar sus formas era pagando. Hipérides lo había hecho, y tan deslumbrado quedó que ahora arriesgaba su reputación en un juicio imposible, pero en el tribunal había dos clases de rencores: los jueces no habían pagado el precio, y odiaban a la mujer por haber rechazado sus insinuaciones, el fiscal era un antiguo amante que no soportaba haber sido reemplazado.
Era el momento de los alegatos finales, la última oportunidad. Un sólo discurso, pero a estas alturas, era claro que las palabras no alcanzarían. No era devoto, pero por primera vez rezó a alguna divinidad por la iluminación. Al no recibir respuesta, giró para ver los ojos de Finé, sus pálidas mejillas, la perfecta figura que el vestido blanco quería ocultar, en un intento de mostrar castidad. Y entonces lo entendió, una última estrategia, una medida desesperada. Le susurró a su protegida, su musa, su amante el atrevimiento que estaba a punto de cometer, y tras recibir un silencioso consentimiento, se dirigió al centro del espacio.
Entonces Hipérides de Atenas pronunció el que estaba destinado a ser uno de los mejores discursos perdidos, que incontables oradores han citado pero nadie ha podido leer, pues todas las transcripciones se han perdido...
Habló y habló con la pasión de la que sólo un hombre enamorado era capaz. No desmintió los argumentos del acusador, sino que apeló a los valores que todo griego debía venerar. Acusaban a Finé de compararse con Afrodita, y de haber profanado las festividades al entrar al mar sin vestimenta alguna, pero ¿qué no acaso los mortales debían ofrendar a los dioses el fruto de sus bendiciones? Y para concluir, sin que le temblara el pulso, Hipérides preguntó al jurado si no era necesario presentar el medio por el que el supuesto crimen se ha cometido. Sin esperar la respuesta, el orador levantó a Finé y con delicadeza retiró la tela que la cubría.
La cortesana agachó la mirada, mostrando humildad, y fingió pudor al colocar una mano sobre el pubis, pero la olivácea piel era visible para todos, y más de un juez quedó absorto en la perfección de sus pechos; de verdad parecía una aparición de Afrodita.
—Este cuerpo no puede ser descrito de otra forma más que perfecto —cerró el orador— Y sabemos que la perfección no puede ser obra más que de los dioses. ¿Nos atreveremos a insultarlos condenando su creación más pura? La verdadera impiedad sería privar al mundo de esta obra divina.
La mirada de algunos de los jueces ardía en lujuria, pero poco a poco, la impresión se fue transformando en admiración, en compasión, en veneración. Por deseo la habían llevado a juicio, pero por piedad la absolverían. Hipérides supo que había triunfado incluso antes del veredicto.
Aun así, el envidioso Euthias, sabiéndose vencido, atacó el único blanco que le quedaba, una vez declarada la inocencia, el ego de su rival. Saliendo del atrio, lo felicitó a gritos por la salvación de la hermosa Finé, pero en secreto le susurró:
—Non Hyperidis actione..sed conspectus corporis.*
*No por el actuar de Hipérides, sino por la contemplación de su cuerpo.
¡Bienvenidos pasajeros! El otro día encontré por accidente esta inocente anécdota, y me pareció tan bizarra que decidí investigarla más a profundidad. Lo que las fuentes arrojan es que la historia fue probablemente exagerada posteriormente, aunque la "defensa de la belleza del cuerpo" es fidedigna, sólo el desnudamiento literal es apócrifo. La razón por la que decidí narrarla en este breve texto es porque me parece encapsula a la vez algo que sólo se puede comprender en la Antigua Grecia (la veneración al cuerpo, en la que la desnudez puede inspirar compasión, no sólo lujuria) pero que a la vez puede interpretarse con una preocupación muy contemporánea, que es la manipulación de los sistemas de justicia con argumentos ajenos a los jurídicos.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
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