Señor presidente Taft…
- raulgr98
- 5 jun
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Ciudad de México, 13 de febrero de 1913
El embajador norteamericano estaba furioso por el golpe contra Madero. Escuchando los ecos de violencia en la lejanía, determinó que odiaba a todos y cada uno de los rebeldes, mas no por traidores, sino por incompetentes. Las maldiciones del embajador se dirigían hacia la revuelta, que había llegado muy tarde, y tardaba demasiado en concretarse.
“Dense prisa”, pensaba, “me quedan dos semanas”.
Todos los poderosos se creían eternos, y los presidentes bajo los que Henry Lane Wilson había servido no eran la excepción: McKinley, el hombre responsable de que la nación se anexionara Hawái, Guam, Puerto Rico, Samoa y Filipinas, aniquilador de los últimos vestigios de colonialismo de España y señor de Cuba en todo menos nombre, sólo para que un anarquista lo mandara a la tumba a los seis meses de iniciar su segundo periodo. El bien amado Roosevelt, quien era influyente con todos menos con su propio sucesor; Taft, el candidato republicano con menos oposición en la Historia, que como presidente había fracturado a su partido en menos de un periodo. El resultado: la mitad de los republicanos habían migrado al partido de Roosevelt y, en una insólita elección de tres candidatos, por primera vez en más de quince años, habían sido los demócratas los que conquistaron la Casa Blanca.
El hombre que tomaría las riendas del país el terriblemente cercano cuatro de marzo era otro Wilson, Woodrow, pero el apellido era lo único que tenía en común con el veterano embajador. La fachada moralista y anticolonialista del presidente electo, su discurso de extender amistad a todos los países del mundo era sólo eso, un discurso. Sabía de buena fuente que el nuevo mandatario tenía tantas ambiciones de expansión como los republicanos que lo precedieron, pero prefería influir con elecciones que con golpes. No, Wilson nunca arriesgaría su reputación avalando una deposición violenta, por lo que el embajador tenía poco más de dos semanas para deshacerse de Madero, mientras Taft todavía pudiera darle su sello de aprobación a la operación, antes de ser expulsado del despacho oval.
Llamando a su secretario privado, el embajador comenzó a dictar un telegrama.
—Señor presidente Taft…
Pero ¿qué podía decir? ¿Qué su jefe había sido un necio, por no haberlo escuchado tres años atrás? ¿Qué él era un fracaso, y que el proyecto mexicano se podía dar por terminado?
Para Henry Lane Wilson, no era solo una ideología lo que estaba en juego, si no lograba convertirse en indispensable para el gobierno golpista, obligando al nuevo presidente a mantenerlo en el cargo, no tendría nada: un título como abogado, que nunca había ejercido, una carrera como periodista, con la que jamás podría mantener el nivel de vida al que se había acostumbrado, el fantasma de sus negocios, perdidos todos en el pánico de 1893. Tan sólo el recuerdo de su padre, diputado y diplomático en Europa, le había conseguido su primera encomienda en el exterior, y a sus cincuenta y dos años, era demasiado viejo para iniciar una campaña sin cargos de elección popular previos.
Y todo era culpa de un sólo hombre, cuyo nombre Wilson susurró con un rencor inconmensurable.
—Díaz.
Lo había tratado apenas por un año, pero fue tiempo suficiente para comprender al viejo militar. Era orgulloso, y los años lo habían vuelto vanidoso, pero tenía una fuerza mayor que todos los otros dignatarios que Wilson había conocido, y eso que la lista incluía a un monarca. Wilson aún recordaba las palabras de Taft cuando lo designó:
—México es un país de bárbaros, y su presidente es un hombre viejo. Ganamos más con dólares que con balas: ofrécele un préstamo que no pueda rechazar, y cuando sus finanzas dependan de nosotros, sus únicos intereses serán los nuestros.
Pero el general había sido más astuto de lo que habían calculado. No era tan tonto como para rechazar las inversiones de su vecino, pero mantenía las líneas de crédito con Francia y Reino Unido, no dependía de un solo “amigo”. Y aunque México era en efecto un país bárbaro, de católicos e indios, treinta años de concentración del poder le había dado a sus arcas suficientes ingresos para que ninguna deuda lo ahogara. A Wilson, Díaz no lo volvió a recibir en su círculo íntimo desde el día en que le entregó sus credenciales, pero cada mes sin falta mandaba a un ministro con sonrisa cordial a decirle que el presidente apreciaba la larga amistad entre sus dos países, pero que ningún préstamo sería necesario en el futuro próximo.
Algo si había conseguido el embajador, y fue la reunión a ambos lados de la frontera, que inició con desayuno en El Paso y concluyó con cena en Ciudad Juárez, la primera vez que un presidente norteamericano pisaba suelo mexicano, la primera vez que homólogos a ambos lados del Río Grande se veían cara a cara. Sí, la gestión de Wilson había conseguido una foto histórica, pero se trataba de poco más que un gesto vacío; el estrechamiento de manos entre los dos presidentes había sido más seco que el desierto donde se habían reunido, y más que despertar cordialidad, entre Taft y Díaz sólo había crecido la desconfianza.
—No me son ajenos ni la violencia ni el atraso —le dijo a su secretario, contratado apenas unos meses antes—. Mi primera encomienda fue en Chile, siete años. Se imaginan un régimen parlamentario, pero siguen con mentalidad de colonia. Y después, seis años en Bélgica, los últimos del rey Leopoldo, la crisis del Congo. Muchos palacios, muchas iglesias, pero perdió el control de su única colonia y al final no tenía el respeto de sus súbditos, ni la amistad de sus pares, ni siquiera un heredero de su linaje. Pero México, amigo mío, ha sido la mayor de mis sorpresas. Estuve aquí en los festejos del centenario ¿lo sabías? Tanta grandeza, tanta belleza, tanto potencial desperdiciado…Imagina lo que sería esta tierra si fuera nuestra.
Y maldita sea, cerca habían estado de poseerlo. El día que Madero comenzó su rebelión, fue el más feliz de la vida de Wilson, pues siguiendo su recomendación, el gobierno norteamericano le habia dado asilo y lo había armado. “México está listo para una invasión”, fue su telegrama en aquel entonces. Los rebeldes no tenían la fuerza para tomar grandes ciudades, ni el gobierno los números para sofocarlos, la guerra se podía prolongar años, y en el caos creciente, sólo se necesita un pretexto para intervenir, uno que los revoltosos de Madero les sirvieron en bandeja de plata al tomar Ciudad Juárez.
Pero Taft había desoído su consejo, y en lugar de invadir al instante se limitó a militarizar la frontera. Sí, la guerra hubiera podido durar años, pero Porfirio Díaz, el diez veces maldito, había pactado su renuncia a cambio del desarme de los alzados, y la ventana se cerró tan rápido como se abrió. Durante los primeros meses del nuevo gobierno, el embajador se atrevió a ilusionarse con que Madero, pese a la repulsión mutua que sintieron uno por el otro en cuanto se conocieron, por los costos de guerra, si aceptaría las condiciones de los préstamos, y que prestaría oído a sus consejos, pero la debilidad que el nuevo presidente mostraba con sus políticos interiores sólo era comparable a la férrea convicción con la que defendía su dichosa “soberanía nacional”. Con sólo un hombre Francisco I. Madero había mostrado carácter, y por desgracia, era el embajador de los Estados Unidos.
De su memoria lo arrancó el aviso de un miembro de su personal, para notificarle que el licenciado Enrique Cepeda había llegado.
Cepeda era un empresario vanidoso y mediocre que soñaba con ser norteamericano, y con vagas promesas de una ciudadanía, Wilson lo había convertido en un espía más que eficiente, que le llevaba reportes diarios tanto de los golpistas como de los leales.
—Mi dear Enrique, pase, pase. Justo estaba a punto de redactar un telegrama ¿cuáles son las noticias en esta trágica ciudad?
Y mientras recibía el parte de su espía, el embajador terminó su dictado.
—Señor presidente Taft.
—Hoy en la mañana una bala de cañón perdida destrozó la Puerta Mariana de Palacio —dijo el informante.
—El poder de fuego de los alzados es incomparable, hoy se inició una embestida directa sobre el Palacio nacional— fue lo que dictó al secretario.
—Se ha contenido la pelea a unas cuantas calles del centro, pero los alzados lograron capturar la iglesia del Campo Florido.
—La masacre se extiende por las calles de la ciudad, convertidas en campo de batalla. Ante la tragedia, la iglesia se ha pronunciado a favor de los alzados.
—Hubo daños en el Club Americano y el Casino Alemán.
—El país se encuentra en tal estado de salvajismo, que se ha llegado a atentar contra ciudadanos extranjeros.
—Desde la Ciudadela se dice que se matarán a todos los civiles que sean necesarios hasta que el presidente renuncie.
—Por su negativa a ceder ante el clamor popular, el presidente de México es responsable directo de esta lamentable pérdida de vidas.
—Los leales recibieron armas y municiones enviadas desde Veracruz, esto se puede alargar de forma indefinida.
—El gobierno de Madero prácticamente ha caído.
Y tal cierre del telegrama fue tal que hasta Cepeda quedó confundido, pero el embajador lo tranquilizó.
—No es mentira si convertimos en verdad estas palabras —le dijo sonriente antes de despachar a su secretario a enviar el mensaje.
Sí, el viejo Porfirio había arruinado una oportunidad perfecta para conquistar México, pero Henry Lane Wilson no estaba vencido aún, quedaban aún dos semanas, pero la acción no podía seguir dilatándose. Sí un Díaz había preferido la patria al poder, la ambición personal de otro podía ser su salvación.
—Enrique, sería tan amable de arreglar una reunión con Félix Díaz para el día de mañana. Deseo mucho conversar con el general…y también con Victoriano Huerta.
¡Bienvenidos pasajeros! La apuesta de Henry Lane Wilson no tuvo el efecto deseado, en cuanto a sus beneficios personales se refiere, pues el acto de intervencionismo fue tan descarado que ni Estados Unidos lo pudo pasar por alto. Investigado y destituido por el presidente entrante, pasó el resto de sus días en el ostracismo social y político, un acto de justicia poética insuficiente, pero satisfactorio considerando lo inusual de un castigo a representantes de este nivel.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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