Siete frases
- raulgr98
- 30 mar 2023
- 4 Min. de lectura
Jerusalén, año 34
En mi corazón, sé que hasta el final de mis días lamentaré haber llegado tarde aquella Pascua. Lo confieso, tuve miedo de ser testigo del tormento, y por eso no me atreví a estar a su lado durante el suplicio, y para cuando reuní dentro de mí el coraje para alcanzarlo ya lo habían alzado en el monte. Era demasiado tarde.
Una ira terrible me embargó, y tomé la daga que conservaba desde mis días aliado de esos tres veces malditos romanos. Dispersos entre la multitud que se burlaba cruelmente, alcancé a ver a Marcos, a Lucas, y a Juan en primera fila. El resto debía encontrarse en algún lugar. Si corría y atacaba a los legionarios, los viejos arrogantes del Sinedrín no intervendrían. ¿Lograría salvarlo o acaso sólo conseguirían que me mataran a mí también? No me importaba. Los que estaban ahí gozaban del sufrimiento del maestro, y estaba dispuesto a condenarme si eso implicaba castigar a todos los que pudiera.
Entonces Él habló por primera vez:
—Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
La compasión de su voz me detuvo en seco. ¿Cómo era posible que incluso en aquel momento, su prioridad fueran las almas de los demás, sobre todo aquellas tan indignas. Claro que la mía no era pura. Tan sólo era el cobrador de impuestos, el traidor de mi pueblo, y aún así el me había levantado, me había escogido, había confiado en mí. Pecadores éramos todos, y en mi furia cerca había estado de matar, pese a que no era más virtuoso que la multitud. Avergonzado, caí entonces de rodillas, y las lágrimas cayeron a la arena desde mis mejillas.
En el suelo, me sorprendió de nuevo su voz:
-Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.
¿Se habrá dirigido a mí? Tímidamente levanté la mirada, pero el Maestro veía a uno de los condenados a su lado. Lo había redimido, como había intentado redimirme a mí. Pero ¿serían los otros tan benignos, una vez que él se haya ido? Quizá los otros no han olvidado mi pasado, y me expulsen cuando todo acabe. ¡Ojalá se hubiera referido a mí, preferiría acompañarlo que quedarme aquí! Volví entonces a sentir el frío hierro de la daga entre mis ropas, y la imaginé penetrando en mis entrañas. Lo haría, no puedo permanecer en esta Tierra más que él.
Estaba a punto de sacarla, cuando sus palabras me salvaron por última vez:
—¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! ¡Tú, ahí tienes a tu madre!
Se refería a Juan, pues era al que tenía más cerca. Me percaté entonces que la mujer que lo acompañaba era la madre del condenado, obligada a soportar el suplicio de su hijo. Por un instante, el gusano de la envidia susurró en mi oído "claro que se la encargó a su favorito, no se acordará de ti". Pero como si hubiera sido iluminado, comprendí que no se refería sólo a él. El Maestro nos había convertido en una familia, y esa era la razón por la que debía seguir viviendo. Cuidarnos entre nosotros era nuestro propósito.
Arrojé la daga lejos de mí, y caminé hacia el centro, tratando de alcanzarlo. Y entonces el miedo y la desesperanza me paralizaron, porque dijo lo que nunca creí oír de sus labios:
—¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?
Puedo decir sin lugar a dudas que aquel fue el peor momento de mi vida. Si Él, el hijo del Hombre, perdía la fe ¿Qué esperanza nos quedaba al resto de nosotros? Ya nada había tenido sentido, el dolor lo había quebrado, y todo se había perdido.
Pero entonces, un ligero susurró rompió la tensión.
—Tengo sed.
Y para sorpresa de mí mismo, no pude evitar sonreír. Aquella simple expresión, sin nada revelador en apariencia, me recordó por qué el maestro era tan especial. Tenía más sabiduría que todos nosotros juntos, pero comía, dormía y reía con nosotros. Era humano, al menos en todos los aspectos que importaba. Y creí entonces que la duda lo engrandecía aun más.
Recuperando la voz, habló de nuevo.
—Todo está cumplido.
Por primera vez en aquella velada, sentí algo cercano a la esperanza, pues comprendí la misión del Maestro. Había venido a redimir nuestros pecados, y a través de su sacrificio lo había cumplido. En mi interior, sentí levantarse un peso que llevaba cargando por tanto tiempo que me había acostumbrado a él, y por primera vez en años, me acepté a mí mismo, orgulloso de ser Mateo, hijo de Alfeo.
Y entonces, Él habló por última vez.
—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Los otros que estuvieron ahí dicen que el cielo se oscureció y la tierra tembló, pero yo no necesité esas señales. Lo comprendí en el instante mismo en que una parte de Él se alojó en mi corazón, mientras el resto se separaba del mundo. El Maestro, Jesús de Nazaret, había muerto en la cruz.
¡Bienvenidos pasajeros! La próxima semana, la agenda me impulsa a continuar la historia de Hércules, pero no quería que la Semana Santa permaneciera desapercibida por lo que decidido qué, aprovechando un repentino despertar espiritual en estos días, adelantarles la lectura correspondiente.
Ningún evangelio cita la totalidad de las siete frases, que fueron construidas a partir de los cuatro, pero la tradición católica las acepta todas como válidas, y en este relato quise experimentar como un creyente reaccionaría a cada una, escogiendo a Mateo, porque, en mi opinión es el más complejo de los apóstoles.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Estoy impresionada con la capacidad que tienes para realizar estos relatos, es fascinante, no tengo más que agradecer por tan excelente texto.