Sombríos dieciséis
- raulgr98
- 22 nov 2024
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Incluso si fuera humano, puede que a tus ojos me viera como poco más que un niño; ahora imagina lo joven que me veo en comparación de mis pares, que llegan a vivir siglos, o hasta milenios, como las gigantes al otro lado del mar. No soy más que un muchacho, aun festejando mis dieciséis, y aún así padezco ya de un cuerpo decadente.
Mi cuerpo es árido, seco, estéril, con días de insoportable fiebre y noches de ardiente frío; mi única vena es larga y rica, y gracias a ella es que vivo, pero no alcanza para hacer más soportable mi existencia. Unos pocos cientos de almas habitan en mi interior, pero son más los fantasmas, más los pesares, más las cicatrices.
Si no me creen, basta que se concentren en lo que debería ser mi corona triunfal, pero de la que apenas quedan unas piedras. "Hacienda de Santa Rosa", escucho que la llaman mis habitantes, pero yo nunca la vi en su esplendor, pues se fundó cincuenta años antes de que yo llegara al mundo. Aún así, yo también he escuchado los rumores de los días de gloria, de batallas entre indios e invasores en mi cuerpo inerte, de presas y acueductos por mis aguas, y en la hacienda en el cerro de mi frente ¡Oh, las historias que podría contarte! Gitanos y mercaderes, ladrones y mercenarios; incluso una vez alojé entre mis muros a un presidente, huyendo polvoroso de los franceses. En esos mismos salones donde Juárez se ocultó, nació uno de los grandes compositores de la tierra que me vio nacer. Pero ahora las columnas han caído, los muros se han resquebrajados, el rojo de sus colores se ha tornado casi negro, y aunque de tanto en tanto oigo los murmullos de aventureros y amantes secretos, los que moran entre sus despojos no son más que hierbajos, ardillas y lagartos.
¿Cómo llegué entonces a existir, si la hacienda murió antes de mi nacimiento? Fue por una casualidad del destino, pues quiso este que dos de mis hermanos mayores, México y Ciudad Juárez, quedaran unidas por una cadena de hierro. Y sobre la cadena, que atraviesa mi cuerpo entero, navegan monstruosidades de acero, llevando hombres, mujeres y bestias de norte a sur, acompañados de un estruendo interminable. Algunos de aquellos seres bajaban de las jaulas movedizas, para de ahí moverse a las haciendas y ciudades que alcanzo a ver en el horizonte. Pero nadie quiere pasar mucho tiempo en el desierto, menos aún en uno tan aterrador como mi desolada piel, así que poco a poco comenzaron a transformarme. Lo primero fue una caseta de telégrafo, para que aquellos arrojados a mi desolación pudieran pedir auxilio y transporte; pero hartos del calor, a alguien se le ocurrió levantar una carpa para refugiarse del sol. Siguió una casita de adobe, que sirvió como posada a los peregrinos, y después la tienda del español. Poco a poco, los hombres arrancaron la maleza de mi piel, y construyeron por mis miembros casas y calles. Así nací un día de 1894, y Gómez Palacio fue el nombre que me pusieron.
No soy un pueblo ambicioso, encuentro la felicidad en ver a los hombres y las mujeres trabajar mis campos, y a los niños jugar en mi río, pero debo confesar que, cuando era apenas un infante, y escuché que una importante fábrica se mudaría a mis límites, no cupo en mí el orgullo. Con ella vendrían los obreros y capataces, oficinistas y agremiados, y quizá crecería lo suficiente para que mis hermanos me hicieran caso. Aún recuerdo la algarabía cuando se abrió la "Jabonera", que también producía aceite y glicerina. A ella siguió el molino de algodón, y tengo la certeza que en mis fronteras se hizo por primera vez el despepite de sus semillas de forma profesional, y cuando el dinero fluyó, mi cuerpo también lo hizo, con más casas y campos, con canchas y albercas, una bella capilla y hasta un casino. Pero alas, no estaba destinado a durar. Aún hace diez años, la gente decía que mi destino era ser la nueva joya del continente: setenta y cinco mil cajas de jabón al año, trescientas toneladas de aceite cada atardecer.
Pero pasaron las noches, y los que tenían cada vez tenían más, pero compartían menos con los que trabajaban mi cuerpo. A muchos se los llevó el hambre, a otros los salteadores que me invadieron, los que pudieron marcharse prefirieron buscar mejor suerte en otros pueblos. Los ricos de los que otrora me vanaglorié seguían aquí, pero en su afán de tratar a los otros hombres como esclavos poco a poco sólo los más necesitados de sobras y miserias, o los hijos de muertos endeudados, aceptaban trabajar para ellos. Así, para el día de hoy, que cumplo dieciséis, la mitad de las fábricas han cerrado, la mitad de los poderosos han mudado sus fincas lejos de mí, las paredes se han tornado grises. Ya no hay música ni fiestas, el color ha desertado, y aunque el calor sigue siendo infernal, no encontrarás en mí calidez alguna.
De repente, escucho murmullos en mi frente, los mismos que llevo semanas escuchando en callejones y sótanos. Me concentro, y percibo como de entre las ruinas de mi hacienda salen sombras, aprovechando el cobijo de la noche; más no son ardillas o lagartos, sino hombres, armados con palos y cuchillos. No son los hombres a los que estoy acostumbrado, ni el chiquillo que ha descubierto un juego peligroso, ni el canalla que aprovecha la penumbra para robar la inocencia de muchachas; menos aún los ilustres de antaño. Son padres, hijos y hermanos, obreros y peones todos salvo por el comerciante y el maestro que los convocaron. Mientras abandonan su refugio, percibo su hartazgo y su furia, y los cuento: por más que los dos cabecillas hablen de cambio y esperanza, en los otros treinta y ocho no hay más sino dolor, y sed de sangre.
En mis entrañas ha habido crueldad, más de la que pueden imaginarse, pero esta es diferente, y en mi corazón sé que sólo es el comienzo. Con terror, permanezco inerte e impotente al ver como cuarenta hombres entran al banco y sacan todo lo que pueden antes de prenderle fuego. Después, descienden por mi columna hasta la cárcel, liberando a todos los que ahí purgan condena. "Revolución" gritan una y otra vez, y con ese clamor siguen mi vena de vida, a las fincas de todos aquellos poderosos que fueron tan tontos para seguir viviendo dentro de mis confines. Cuando la carnicería termina, la turba se va a comenzarla de nuevo en otro pueblo, pero sé que pronto vendrán otros, y mi piel se teñirá de carmesí.
En ese último instante, reconozco a quien los dirige a todos; es apenas mayor que yo, lo conocí el día que nací, cuando aún caminaba de la mano de su madre. Jesús Agustín Castro es su nombre, uno que sé que cuando leas esto nadie recordará, ni siquiera los que aún habiten en mí, pero juro que esos hombres condenados al anonimato fueron los primeros en pelear, antes que los supuestos héroes de los que te enseñarán en la escuela. No seré conocido por grandes gestas o tragedias terribles, pero nadie me quitará que hoy, 20 de noviembre de 1910, México ha cambiado, y esa transformación se ha dado en mi seno, en la ribera del río Nazas y a la sombra de las ruinas de una hacienda olvidada, en el humilde pueblo de Gómez Palacio,
¡Bienvenidos pasajeros! Como pudieron comprobar ayer, cuando contamos la Historia hablamos de ideólogos y caudillos, de planes y tratados. Casi siempre honramos las grandes victorias que dan fin a los conflictos, pero tendemos a ignorar a los hombres y mujeres comunes que en realidad mueven los procesos. El 20 de noviembre de 1910 no se alzaron ni Villa ni Zapata, y Madero seguía refugiado en Estados Unidos, fue un puñado de obreros y campesinos los que ejecutaron las primeras revueltas, y la verdadera cuna de la Revolución, una comunidad entonces pequeña de la Comarca Lagunera de Durango.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
Como siempre descubriendo partes de la historia con tus relatos. Pero, ¿por qué 16?