Sólo un lector es suficiente
- raulgr98
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Oxford, abril de 1944
“El águila y el niño” estaba casi vacío aquel mediodía de martes. La cerveza escaseaba entre más se alargaba la guerra, y en las últimas semanas el pub mantenía sus puertas cerradas muchos más días de los que las abría. Con la mayoría de los jóvenes peleando más allá del canal de la mancha, o trabajando jornadas extras en las fábricas; aquellos lugares de ocio quedaban reservados sólo para los rezagados: los viejos, los enfermos, los débiles.
Aparte de un par de ancianos melancólicos y un estudiante con muletas, sólo los Inklings se sentían en espíritu de compartir bebidas, e incluso los números de aquel grupo menguaban con cada luna: ese martes, sólo cuatro habían encontrado el ánimo para asistir a la reunión. Aunque la mayoría se conocía de mucho antes, la formalidad y etiqueta de la tertulia no había iniciado sino hace seis años, cuando uno de ellos había reunido a varios amigos con pasión por la literatura pero alejados de la obtusa rigidez de la academia, para leer su manuscrito de ciencia ficción.
Y ahora, tantos años después, cuatro profesores brindaban, pues el mismo que los había reunido entonces ahora daba el anuncio que la trilogía que iniciaba en aquel entonces ahora quedaba terminada, y pronto sería mandado al editor. Sus tres amigos aplaudieron, los tres felicitaron, y los tres sonrieron, pero había uno que se sentía conflictuado; claro que estaba feliz por su amigo más cercano, al que consideraba casi un hermano, pero algo más habitaba su corazón, un dolor frío ¿era vergüenza? ¿O acaso sería envidia? Una burla resonaba en el fondo de su mente: “comenzaron a escribir al mismo tiempo, y él ya pudo publicar tres, ¿dónde está tu novela?” Seis años llevaba intentando escribirla, y aunque esta ya era la tercera vez que se bloqueaba, por primera vez temió que nunca fuera a terminarla, ya hacía más de un año que no escribía una sola página de él.
Ciego a la pena de su amigo, Clive, el anfitrión de aquella reunión, dijo:
—Les agradezco con el alma sus palabras, pero estas reuniones nunca han sido para vanagloria de uno, sino para el impulso de todos. Por favor, si traen un texto para compartir, será un honor escucharlos.
La dinámica no era nueva, y no era la primera vez que el atormentado escritor participaba en ella, pero de nuevo asistía sin algo preparado, y las excusas se terminaban. Clive era el más joven de los ahí reunidos, apenas cuarenta y cinco, y por eso le gustaba que el orden fuera de mayor a menor, para poder cerrar. El viejo profesor sabía que no podía retrasar mucho más el tener que confesar, pero suspiro aliviado al comprobar que Charles, cinco años mayor, también había asistido. Respetaba mucho al poeta, pero su versión de la fantasía, en el mundo moderno, nunca había sido su preferido y era el único de los Inklings que parecía escribir más lento que él, pues también llevaba seis años atascado en el mismo libro.
Mas hay días en los que las esperanzas, incluso las pequeñas, sólo sirven para arrojar al iluso a un abismo, pues Chales Williams, con las manos temblando, sacó de su maletín un manuscrito amarillo. Con angustia, su colega alcanzó a leer el título escrito a máquina en la primera página: “víspera de Todos Santos”.
“Lo terminó”, pensó, “estoy perdiendo mi derecho a pertenecer al grupo”.
Años después, no recordará la retroalimentación que hará a su amigo, cuando lea el libro publicado, será casi como lo conociera por primera vez. Tampoco recordará su intento de disculpa por seguir estancado en su propio proyecto, en su memoria sólo existirá la vergüenza, y la gratitud cuando Owen Barfield, con una sonrisa cómplice, miente y dice al grupo que él tampoco preparó nada.
El resto de la conversación se va a la corrección de exámenes, las eminentes celebraciones de Pascua, y sobre todo la guerra. No es un tema que le guste a ninguno, tres de ellos aún se despiertan en la madrugada empapados en sudor, pues regresan en sueños veinticinco años, a las trincheras del Somme; pero los rumores no se pueden ignorar: se dice que los americanos pronto invadirán Francia, y los soviéticos acaban de expulsar a Hitler de sus fronteras. Han pasado ya más de cuatro años, pero por primera vez, se atreven a albergar la ilusión de que el final esté cerca. Y quizá, aquel temor que le carcomía el alma al autor bloqueado no llegaría a pasar, y podría volver a dormir tranquilo.
La poca cerveza del que el cantinero se puede proveer se ha agotado. El atribulado profesor le da un apretón de manos a Charles, felicitándolo por su novela y recordándole que no posponga la visita al médico; de Owen se despide con más efusión, y tiene que resistir la tentación de darle un abrazo. Toma su gabardina, y está por salir del pub cuando una mano en el hombro lo detiene.
—Díme la verdad John —le dice Clive, con un gesto preocupado— ¿nos has perdido acaso la confianza o de verdad te está resultando tan difícil escribir?
—Si fuera lo primero, jamás habría compartido con ustedes los capítulos que logré escribir. Si tú no lees algo mío, es porque no existe, amigo. Soy cautivo de la página en blanco, Clive, llevo meses sin terminar un sólo párrafo.
—Nunca antes te costó escribir.
—Nunca antes medio mundo tuvo tantas expectativas fijadas sobre mí. Nunca quise ser famoso ¿cómo iba a saber que el primero se iba a convertir en un súper ventas?
—Perdóname, John; por haberte convencido de iniciar una secuela, como tu editorial insistía, pero si te están presionando siempre puedes…
—No, son ellos. Han sido muy pacientes conmigo, y aceptaron que no pueden apresurar el libro. Son los lectores, pienso demasiado en ellos, en si recibirán bien esta nueva historia. Es muy distinta…
John se detuvo en seco, pues Clive tenía una expresión rara. Permanecieron en silencio tres segundos, que parecieron eternos, hasta que su amigo hizo una última pregunta:
— ¿Le perdiste el amor a tu historia?
—No. Sería feliz si no escribiera otra cosa por el resto de mis días.
Y entonces Clive Staple Lewis, la persona más devota que John conocía, dijo la única blasfemia que su amigo le conocería en más de cincuenta años de relación.
—Entonces John, por Dios, manda al demonio a los lectores.
Y antes de que el anonadado profesor pudiera responder, su colega continuó:
—Eres la primera persona a la que le cuento esto, pero estoy listo para escribir mi propia fantasía; y se parece más a tu estilo que al de Charles. Aún así, no la estoy escribiendo para él, ni para ti, aunque sé que tarde o temprano les mandaré un borrador. ¿Conoces a la hija de Owen?
— ¿Lucy?
—Una niña encantadora, curiosa como ella sola. Esta nueva historia es para esa criatura, John, sólo para ella. No importa que después la publique, cuando me siento en mi escritorio no pienso en editores, publico, ni siquiera en ustedes. Estoy contándole una historia a mi ahijada, y eso es suficiente para que me sienta libre. A los estudiantes les decimos que es valioso escribir para uno mismo, pero no se puede negar que a veces necesitamos que alguien más nos lea; pero ese es el gran secreto para combatir la presión: sólo necesitamos a un lector.
—Clive, ¿quisieras tú…?
—No, John. Me honra, pero si yo te proporcionara esa seguridad hace mucho que habrías salido de este bloqueo. No te preocupes, sigues siendo el mismo viejo testarudo al que nominé al Nobel, y siempre tendrás mi apoyo, pero en este momento no necesitas sentir que compites con nosotros, y no lo tomo como una ofensa a nuestra amistad. ¿Has pensado en…pedirle…a tu mujer?
John sintió en ese momento que su afecto por su amigo crecia aún más; sabía que entre su esposa y su mejor amigo no existía el menor afecto, y si éste estaba dispuesto a renunciar a su posición como primer lector…
—No, no —lo tranquilizó—Edith inspira todo lo que hago, pero nunca se ha sentido cómoda en este mundo. Además, está muy angustiada, extraña a los chicos, tiene miedo del correo…
Y sintió como su garganta se cerraba, pues ponerlo en palabras hacía que aquel temor se volviera real de golpe. No podía terminar la idea.
—Es sólo una escuela de adiestramiento, John. Sudáfrica está muy lejos, estará bien.
—Pronto terminará su instrucción Clive, y si la guerra se alarga. No, no puedo ni siquiera pensarlo, aún no ha cumplido los veinte.
—Volverá. Si hay alguien que desea más que yo ver ese libro terminado es ese hijo tuyo que tienes. Sería capaz de enfrentar al mismo infierno con tal de regresar a casa.
Por primera vez en semanas, John sonrió, y antes de despedirse, se sintió obligado a darle un consejo a su mejor amigo.
—Ponle Lucy a uno de tus personajes. Si el cuento es para ella, es sólo justo, y la hará feliz. Que la niña se sienta orgullosa de tener un padrino escritor.
Unas horas después, en su estudio; John Reuel Ronald Tolkien sigue ante la página en blanco, pero siente menos angustia; pues toda su energía está enfocada en tomar una decisión. Las palabras de Lewis siguen resonando: “sólo un lector es suficiente”.
—Un cuento de hadas para su ahijada—susurra.
Como inspirado por la canción creadora de su Tierra Media, John comienza a escribir, y antes de darse cuenta, hadas terminado diez páginas. Antes de caer en la tentación de dudar, saca un sobre, y le escribe la dirección de la base de la Real Fuerza Aérea en Sudáfrica. Tomando una última hoja en blanco: escribe.
Querido Christopher:
La distancia nos está matando a tu madre y a mí, pero nos llena de orgullo tu valor. Sé que extrañas tu hogar, y quise mandarte un poco de ella. Cada semana te mandaré un poco más de esta historia que, me he dado cuenta, estoy escribiendo para ti. No la compartas con nadie, pero se honesto con tus comentarios. Espero que disfrutes esta nueva tradición entre tú y yo.
Con amor, tu padre.
¡Bienvenidos pasajeros! JRR Tolkien se tardaría todavía once años más en ver publicada su gran novela, entre revisiones y correcciones, pero nunca más volvió a tener un bloqueo; y creo que valió la pena el que se tomará su tiempo, pues si hay un libro que vale dieciocho años de espera, es el pilar de la fantasía contemporánea.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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