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Tiro de gracia

Llanos de Tlaxpana*, 14 de febrero de 1913


A la sombra de un acueducto, apostando a risotadas en las peleas de gallos, el general Aureliano Blanquet pensó en su natal Morelia, que no había pisado en años, también famosa por su acueducto. Mas la inmensa mole que otrora llevaba agua a la capital ahora estaba no sólo seco sino desgastado, con piedras completas a punto de desprenderse, una metáfora del estado de la nación.


O al menos, eso es lo que pensaba decir a los periodistas, si alguno le preguntaba su “motivación ideológica”, si acaso decidía sumarse al golpe. La nación hacía mucho que había perdido todo significado para él, y el abandono de la arquitectura, antigua y reciente, le tenía también sin cuidado. Para él, si optaba por rebelarse, sería personal, porque odiaba a los catrines perfumaditos y extrañaba los días en que los generales tenían trato de rey. Pero, aún no tomaba la decisión, y por eso aguardaba a la sombra del acueducto, pues había concertado tres encuentros.


El primero llegó al mediodía, orondo en su uniforme militar. El nombre, Blanquet lo olvidó apenas lo escuchó, pues no era más que un mensajero, y cuando hablaba, lo hacía con las voces de Mondragón y Félix Díaz.


—General, ¿viene a sumarse al triunfo del orden? Hoy llegaron también los refuerzos de Oaxaca, pero han resultado ser…difíciles de convencer.


— ¿El triunfo del orden? Por los reportes que yo he escuchado, la Ciudadela está sitiada ¿cómo se le puede llamar a eso una victoria?


—Es una estratagema, tenemos hombres en el interior, y hemos puesto a circular rumores de un arribo de norteamericanos en Tampico. Usted sirvió al general Huerta contra Orozco, por eso suponemos que…


—El general Huerta, hasta dónde sé, sigue siendo comandante de plaza de la capital. Yo no presumo conocer sus intenciones, y le aconsejo no dar las mías por sentado…pero, no quiero que el estimado Félix me considere un mal amigo. Hable con el capitán Suárez antes de irse, puede llevarse a dos de mis batallones para apoyar a los patriotas de la Ciudadela. Desertores por su puesto, que se fugaron anoche sin mi venia y conocimiento ¿está claro?


Al ver a la compañía galopar, Aureliano Blanquet, envidioso, estuvo a punto de ordenar que ensillaran su montura. De niño, una lectora de palmas le había vaticinado que moriría en la grupa de un caballo, y aunque aquel destino le parecía digno de una leyenda, la perspectiva de morir acaudalado en una gran mansión le parecía cada vez más atractiva. Además, no podía negar que se estaba haciendo viejo, y sus sesenta y tres comenzaba a perder el dominio de su leal bestia. Incluso mantenerse de pie bajo el sol representaba un esfuerzo, por lo que sólo se levantaba de la silla que un gendarme le cargaba si respetaba a su interlocutor.


Al segundo visitante, llegado en el crepúsculo, lo recibió sentado.


— ¡La suya es la división de Toluca, Blanquet! ¡Toluca! ¿Cómo es posible que los de Veracruz y Oaxaca hayan llegado antes? La gente está muriendo, y usted aquí perdiendo el tiempo.


—El general Huerta mandó parte, que mi reservé era más útil en la periferia. Además, consideré prudente evaluar la situación para darle un consejo certero al presidente, licenciado. Me da mucha vergüenza decirlo, pero entre mis filas servían rufianes y traidores, dos batallones enteros que como cobardes han desertado al enemigo. Jamás me lo perdonaría si llevaba a Palacio lobos en pieles de oveja. ¿Me está diciendo que la situación es desesperada? Discúlpeme pero me cuesta creerlo, las capacidades del general Huerta…


— ¡No me hable de Huerta, Blanquet! —exclamó furioso el hermano del presidente— Todo el día escuchando una retahíla de excusas, cada una más ridícula que la anterior “me faltan hombres” “me faltan rifles”. Su amigo, Blanquet, es un inepto o un traidor. ¿Usted cuál de las dos es?


Incluso en la creciente oscuridad, Aureliano Blanquet podía sentir fija sobre él la mirada del ojo de vidrio del jefe del servicio secreto, el hombre al que más odiaba en esta tierra.


—Me ofende, licenciado, yo tengo en muy alta estima al presidente Madero.


—Ahorréselo Blanquet, es usted muy mal mentiroso. Mucha estima no le tenía en Puebla, ¿o se le olvida que tiene sangre maderista en las manos?


—En ese entonces eran rebeldes contra el gobierno. La batalla no me trajo ningún placer, pero sólo cumplí con mi deber.


—Cuarenta mujeres y niños, Blanquet ¿era su deber matarlos a ellos también?


—El presidente me exoneró de toda culpa por aquel…desafortunado incidente. Hasta él entendió que Puebla debía seguir siendo porfirista, al menos por un tiempo más. Él me abrazó y me llamó amigo, pero si usted no quiere dejar el pasado atrás…


—No me engatusará para que critique al presidente, menos frente a usted. Si hubiera estado en mis manos, lo habría mandado fusilar en Puebla. Nunca me agradó Blanquet, y haría bien en recordar que si sigue vivo, es por la clemencia del presidente al que le debe obediencia.


—Tal vez deba servirlo en Tampico, he escuchado rumores preocupantes…—comenzó a decir Blanquet, pero se detuvo en seco, maldiciéndose por su imprudencia. Ojo Parado seguro tomó nota de aquel desliz, pero decidió pasarlo por alto, al menos por el momento.


—El presidente se comunicó ya con Taft, y le aseguró que tal desembarco no existe. Parece que esperar para evaluar la situación no le ha servido de mucho Aureliano, si esos chismes es lo único que puede aportar. Pasará aquí la noche, no quiero que se arriesgue a sufrir más deserciones en el trayecto, pero lo quiero a las diez de la mañana en Palacio, y pobre de usted si llega con un hombre menos de los que veo hoy.


Ojo Parado se fue sin despedirse, y Blanquet hervía de rabia ¿cómo un civil se atrevía a mangonear a un alto oficial del ejército? Si Félix Díaz le hubiera ofrecido en ese momento todas las fortunas del mundo para pasarse al lado de los rebeldes, el general lo habría hecho sin cobro, sólo por la satisfacción de tomar a ese altanero y darle de comer su ojo bueno. Se necesitaban castigos ejemplares en ese país, para que todos recordaran su lugar, como él había hecho en Yucatán. Apenas conteniendo su ira, Blanquet recuperó el control recordando sus años de juventud, cuando lo habían comisionado para combatir a los mayas.


Cerrando los ojos, Blanquet lo revivió todo. Aquellos indios también habían sido arrogantes, pero el general los había puesto en su lugar. Sonriendo, Blanquet podía ver las hileras de cruces clavadas en el piso, con el gesto de suficiencia borrado tras horas de desollamiento. Algunos habían llegado casi hasta el final antes de desvanecerse. Sí, en un mundo ideal, aquel sería el castigo de todos los que faltaran al respeto a Aureliano Blanquet, y el general recordaba su más grande triunfo de forma tan vivida que casi podía oler el campo quemado alrededor de los ejecutados.


Al regresar a la realidad, era ya noche cerrada y Blanquet se preparó para recibir a su tercera visita, por la que había mandado hombres a servir por como escolta. Se trataba de una muchachita bastante mona, trabajadora en casa de una de las mejores familias de la capital. Tan distinguidos individuos jamás irían a pie el campo, pero mandaban a esas inocentes criaturas a repartir comida, bebida y cigarros entre los soldados, siempre que estos aseguraran restablecer el orden de los viejos tiempos.


Una vez terminado el reparto de víveres, Blanquet le preguntó a la mensajera las noticias de la ciudad. Con voz temblorosa, la muchacha balbuceó rumores de gringos en Tampico, en Veracruz, en Manzanillo. El miedo y la incertidumbre reinaban y cada vez más personas, en los mercados y los parques, maldecía en silencio al presidente Madero, algunos por no poder ganar, otros por tardar demasiado en perder.


— ¿Es usted el general Blanquet? —le preguntó la muchacha— ¿Es cierto lo que se dice de usted, que le dio el tiro de gracia al emperador Maximiliano cuando era chamaco?


—Ven conmigo y te contaré la historia —dijo el general, sintiendo súbitamente un nuevo impulso.


La muchacha dio dos pasos para atrás, pero el militar la alcanzó. Trató de hablarle con voz dulce, pero las manos que le estrujaron los hombros eran duras y frías como el hierro.


—Tu patrón mandó decir que esta noche tendríamos regalos por defender la patria. Tú eres el obsequio que yo elijo.


Esa noche, Aureliano Blanquet se esforzó por demostrarle a su compañía que no era demasiado viejo para montar, pues los gritos de dolor se escucharon por todo el campamento. Y entre jadeos por el esfuerzo, el monstruo le contó a su víctima sus grandes hazañas, cuentos de mayas desollados, de niños fusilados y de un emperador agonizante, el primer hombre al que disparó en el corazón. No era aún un soldado en aquella época, pero habían dejado que civiles integraran el pelotón de fusilamiento, pues pocos militares se atrevían a disparar contra Miramón y Mejía, que tan dignos enfrentaron la muerte al lado de Maximiliano.


Cuando el alba apuntó, Aureliano Blanquet seguía pensando en sus días de gloria, como un muchacho sin educación había dado muerte a un emperador venido del otro lado del mar, mérito que nunca le había sido reconocido, pues él merecía más de lo que tenía. Si debía matar para conseguirlo, estaba dispuesto, ¿qué era un presidente comparado con un emperador? pero debía esperar la oportunidad. A su lado, una muchacha sollozaba con el cuerpo lleno de paja y moretones, pero el general no la escuchaba. Al ver el sol, pensó también en Bernardo Reyes, el oficial que siempre lo había eclipsado, a quien culpaba de su mediocre carrera. Sí, Reyes había brillado como el sol, había sido el primero en todas las campañas, pero ahora se pudría en el fango. “La paciencia es una virtud” pensó Blanquet, “y antes de que acabe la semana, daré otro tiro de gracia, uno que me traerá la gloria que le había sido negada, pues nadie recuerda a quienes están en las guerras desde el inicio, pero los que las terminan, son inmortales”.






*Hoy Circuito Interior, Ciudad de México

¡Bienvenidos pasajeros! Ustedes saben que en la Historia es incorrecto hablar de héroes y villanos, pero si hay algo en lo que la historiografía de la Revolución parece estar de acuerdo es que hay pocas figuras públicas más notorias por su maldad que Aureliano Blanquet. No adelantaré su rol en esta historia, pero el karma lo alcanzó. Seis años después, huyendo de la justicia carrancista, un caballo al que el anciano ya no podía controlar se cayó por un despeñadero. Violador y asesino, no sufrió tanto como muchos creen que debía, pero nunca antes ni después la humillación pública de un cadáver fue tan merecida.




Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío

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