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Traidores nacionales, leal extranjero

Ciudad de México, 15 de febrero de 1913


Había una gran conmoción en la secretaría de relaciones exteriores, convertida en una suerte de cuartel general para el cuerpo diplomático; lo bastante cerca del caos para recibir noticias, lo suficientemente alejado para sentirse tranquilos. Manuel Márquez Sterling no sabía el nombre de dos terceras partes de su colega, había entregado sus credenciales menos de un mes antes, pero sus décadas ganándose la vida frente a un tablero de ajedrez le habían enseñado a distinguir dos clases de rivales: los del pánico contenido, y los de la arrogante intriga.


La mayoría de ellos pertenecían a la primera categoría, acostumbrados a la algarabía elitista de los días de Don Porfirio, jamás habían tenido que enviar o recibir tantos telegramas; ni siquiera durante la revolución, pues la guerra no había llegado a la capital. Muchos darían lo que fuera por huir de la ciudad, pero las caras de angustia y los pasos frenéticos con los que andaban en círculos por los cuartos revelaban que la mayoría había recibido la misma respuesta que había llegado para Sterling de La Habana:


“Observa y espera”.


Y eso hacia el embajador cubano. Quizá fuera nuevo como embajador, pero poseía la paciencia del ajedrecista y la agudeza del periodista. Por una vez, se sentía con más credenciales que sus compañeros en aquel refugio. Hombre de pocos amigos, a punto de cumplir cuarenta, Sterling sentía había acostumbrado a la soledad. Hijo de diplomático, nunca había tenido un hogar fijo, “ni siquiera es cubano”, decían sus detractores, pues había llegado el mundo en la embajada en Perú, donde su padre servía. Múltiples infancias había tenido, en cuatro países distintos, y a la vez ninguna, pues jamás supo lo que era correr descalzo por las calles, o jugar a patear una pelota; y el convertirse en hombre no había detenido su peregrinar: seis meses de empleo fijo en un periódico tuvo, hasta que se le ocurrió hablar a favor de la independencia de su nación, la última del continente bajo el yugo colonial, y se vio forzado a huir.


La mayoría de los embajadores, tanto los nerviosos como los tranquilos, pasaba las horas fumando en pipa, pero ese era un placer que a Sterling el destino le había negado, pues permanecía cautivo del mismo asma que le impidió pelear por Cuba con otras armas que no fueran la pluma. Quizá por eso pocos le hablaban en el cuerpo diplomático: no sólo era el nuevo, sino todos lo debían tomar por huraño y poco agradable.


El cubano vio de reojo a un hombre mayor, de larga barba blanca; uno de los pocos cuyo nombre sabía: Cólogan, el representante del rey Alfonso XIII de España. No le guardaba rencor, ni a él ni a su país, pues no había nada más absurdo que obsesionarse por rencillas y reclamos pasados, pero Cuba llevaba menos de quince años libre, y el corazón de Sterling aún no estaba listo para confiar en un español. En ese momento, un soldado vestido de azul, se acercó al hispano y le susurró algo al oído. Acto seguido, ambos dejaron la estancia.


Sterling no los siguió, sino que tomó otra ruta a dónde con toda seguridad se dirigían: el despacho del ministro del exterior, en el segundo piso. Pero a Lascurain aquella habitación pertenecía sólo en nombre, pues al mexicano no lo había visto en dos semanas, era otro quien lo había convertido en su salón del trono, y esperaba a recibir audiencia.


El cubano llegó al segundo piso justo para ver a los otros invitados al concilio: junto con Cólogan, los uniformados dejaron pasar a dos: el británico y el alemán. Fingiendo inocencia, Sterling caminó hacia el despacho, pero uno de los soldados le negó el paso.


—Si Wilson tiene noticias de la situación, creo que es sólo justo que todo el cuerpo diplomático esté enterado.


El soldado permaneció mudo, pero Sterling no necesitaba traducción. Para Henry Lane Wilson, había países más importantes que otros. En sus años de exilio, el cubano había pasado por los Estados Unidos, quienes los habían ayudado a emanciparse. Con el tiempo, aprendió a admirar muchas cosas de su gente, su reciliencia, su capacidad de adaptación, su solidez institucional, pero también conocía de cerca su hambre de poder, y sus favores que eran cualquier cosa menos regalos. Así que el embajador esperó, fingiendo ver viejos retratos, bajo la atenta mirada de la escolta del norteamericano, hasta que escuchó la puerta abrirse.


Con cautela, siguió de lejos a los cuatro embajadores, testigo silencioso de cómo ordenaban un carro. Y mientras lo esperaban, aprovechó para pedirle a Cólogan un minuto de su tiempo.


—¿Qué pretende Wilson?


—Vamos a pedir una cita con el presidente, nos preocupa la violencia. El señor Wilson cree que es buena idea sugerir que la responsabilidad de mantener el orden pase del ejército a la policía.


— ¿Están locos? Todos ustedes llevan más tiempo aquí que yo, saben que si hay alguien que odia más al presidente que los militares, son los policías. Al menos en el ejército hay leales, un puñado de maderistas. Lo dejarán solo.


—La situación…está desbordada, la población…—balbuceaba el español, pero se notaba dubitativo, inseguro.


—¿Qué te pasó, Bernardo? Siempre te tuve por defensor de la soberanía, incluso de la cubana. Sabes tan bien como yo cuáles son las intenciones de tu amigo ¿por qué le sigues el juego a Wilson?


Cólogan no contestó, pero su rostro por un instante, enrojeció de vergüenza, y Sterling lo entendió. Siempre supo que Estados Unidos había ganado mucho al ayudarlos a expulsar a España de América, pero hasta entonces comprendió que parte del botín había sido la voluntad del rey, subyugada al presidente en Washington.


Márquez Sterling se preguntó si acaso él también recibiría pronto un telegrama, convirtiendo a Wilson en su jefe en todo menos en el nombre. Sí, sin duda Cuba le debía mucho a Estados Unidos, pero el embajador debía más a México, la tierra donde terminó su educación, pues su padre pensó que aliviaría el asma; el primer país que le abrió las puertas en su largo exilio. “Observa y espera” había dicho el mensaje de La Habana, pero entre no llegaran instrucciones nuevas, el embajador tenía libertad para obrar según su criterio.


Pidió su propio coche, pero los conspiradores le llevaban demasiada ventaja. Al llegar a Palacio, mostró sus credenciales tan rápido como pudo y se arriesgó a una crisis respiratoria al subir con celeridad las escaleras, pero no alcanzó a ver la reunión, tan sólo escuchó la voz atronadora del presidente, a quien Sterling nunca antes había oído enojado.


—¡Los ministros extranjeros no tienen derecho de injerirse en política, sé lo que debo hacer y en todo caso, moriré en el puesto!


“Así que Madero por fin muestra carácter”, pensó el cubano, mientras veía a sus homólogos salir del despacho, algunos furiosos, otros anonadados. Lo más prudente hubiera sido regresar con ellos, pero algo le decía que debía permanecer en palacio, pues la tempestad aún no arreciaba.


—Licenciado Márquez, qué sorpresa verlo por aquí— dijo horas después una voz chillona a sus espaldas.


Por primera vez en semanas, el embajador cubano se encontró ante Pedro Lascurain, el secretario de relaciones exteriores. Era un hombre delgado y patético, que vestía fino pero no podía disfrazar su cara de comadreja. Detrás de él se arremolinaban en grupo variopinto de hombres, poco más de veinte, a los que Sterling nunca antes había visto.


—Hasta que te apareces Lascurain —los interrumpió una voz que bajaba las escaleras—algunos de nosotros ya te hacíamos en la Ciudadela.


Era el hermano del presidente, un hombre culto y severo con el que Sterling había cenado en un par de ocasiones. En el mes que llevaba de conocerlo, desarrolló la impresión que en México habría más orden si fuera él quien ocupara la silla del águila, pero su ojo de vidrio era material de chismes y pesadillas, jamás hubiera ganado una elección. Lo acompañaba un hombre jocoso y regordete, al que reconoció como el ministro de finanzas, que según recordaba era otro pariente del presidente.


—Necesito hablar con el presidente, licenciado. Es urgente —contestó el aludido, ignorando el insulto.


— ¿No te avisó ya tu patrón Wilson, Pedro? Mi hermano no quiere ver a nadie, menos a los diputados de oposición que se esconden detrás de ti. Si tienes algo que decir, puedes hablar conmigo.


Era una batalla que no podía ganar, y el secretario lo entendió, pues le entendió un papel sellado a su interlocutor.


—Es una petición firmada en el Congreso. Madero es incapaz de restaurar el orden, por lo que piden que se retire. Si de verdad ama este país, presentará su renuncia.


El hermano del presidente estudió la hoja con detenimiento, antes de responder, con el ojo de vidrio fijo en la comitiva.


—No veo aquí la firma de Belisario, ni del resto de los miembros de la Junta Directiva. Lo único que veo es una medida desesperada de traidores, cobardes además, pues no son ni siquiera para unirse a los alzados. Que tristeza, Lascurain, verte convertido en perro de gente tan baja. Debería exigirte la renuncia por esto.


—Sólo el presidente puede hacerlo licenciado, y no creo que esté en posición de hacerlo, al menos yo no colaboré con el viejo Porfirio —contestó, señalando al gordo ministro de finanzas, quien había pertenecido al círculo íntimo del otrora poderoso Limantour.


—Eso no fue prudente, licenciado, si me permite el atrevimiento —le dijo Sterling al jefe del servicio secreto, una vez que la comitiva dejó el palacio.


—El tiempo para la prudencia se acabó. Además, ¿qué deferencias debo tener yo con ellos? Se lo juro Sterling, no hay mayor escoria en este país que un diputado. Y cómo si vivir rodeado de traidores no fuera suficiente, la prensa está implacable, como si no hubiéramos sido nosotros los que les quitamos el bozal, y hasta los extranjeros están creciditos.


Otro diplomático se habría sentido ofendido por el comentario, pero Sterling entendía. Conocía muy bien las formas de Wilson, y él también tenía espías, que le contaban en la noche rumores de concilios secretos entre oficiales defensores y amotinados.


— ¡Licenciado! ¡Licenciado! —subió gritando un muchachito, que debía ser cadete del Colegio Militar, pues portaba uniforme —la casa del señor presidente…


— ¿Qué pasa con ella? —le preguntó el hermano de Madero.


—Arde en llamas, licenciado.


— ¿Y Sara? ¿Y mi madre? —preguntó el tuerto alarmado.


—Lograron salir, pero la casa señor, es posible que no queden ni los cimientos.


Sterling había comido una vez en aquella residencia, modesta para pertenecer a un aristócrata. No había conocido a Doña Mercedes, pero Sara, la esposa del presidente, acostumbraba celebrar reuniones de té ahí, lejos de Chapultepec. La mujer le caía bien.


—Manda una cuadrilla, que hagan lo que puedan para contener el fuego, pero que no sean policías. ¡La causa del orden, dicen! La casa de mi madre está muy lejos del combate, Sterling, fue deliberado. ¿Comprende ahora mi frustración?


El embajador cubano decidió comer con el hermano del presidente, pero éste no estuvo muy conversador, atribulado por los reportes de sus propios agentes. A punto de anochecer, el mismo cadete interrumpió su distraído juego de cartas.


—Los embajadores de Alemania y los Estados Unidos acaban de llegar.


— ¿Tuvieron el descaro de volver? ¿Qué no entienden que mi hermano no está para nadie?


—Licenciado, no quieren hablar con el presidente…se han citado con el general Huerta.


—Avísale el presidente, muchacho; como si la vida se te fuera en ello.


Y el embajador de Cuba siguió al jefe del servicio secreto hasta el despacho que le habían asignado al encargado de la defensa de la ciudad. No lo conocía, pero en cuanto lo vio le causó una mala impresión: era casi de noche, pero llevaba lentes oscuros, ¿qué clase de hombre esconde su mirada de otros, incluso aquellos a quienes debe obediencia? El aire apestaba a coñac y puro barato, pues el general pasaba una velada de juerga con otro anciano en uniforme, un hombre delgado y casi calvo, de ojos enrojecidos.


Sterling vio llegar a Wilson y al alemán, pero antes de que pudieran protestar por la presencia de terceros inesperados, los sorprendió la llegada del presidente en persona.


—Wilson, von Hintze. Me sorprende verlos de nuevo tan pronto.


—Ha sido inmerecidamente hostil con nosotros, señor presidente. El cuerpo diplomático…—comenzó a decir Wilson.


—Señor Wilson, no creo que usted tenga autoridad para hablar en nombre de todos nosotros —lo interrumpió Sterling— señor presidente, lo que sea que le hayan pedido, no fue consultado con el cuerpo en pleno. Le puedo garantizar que Cuba, Japón, Austria, Chile y Brasil respaldan la autoridad del gobierno constitucional —podría haber mencionado más países, pero en aquellos tiempos de incertidumbre, era mejor limitarse a aquellos que le constaba respetaban con firmeza la ley.


—Lo ve, Wilson. Hasta su propio presidente me aseguró que debí de haber malinterpretado sus palabras, pues usted no tiene autoridad para excederse en sus funciones. ¡General Huerta! ¿Tiene alguna explicación de por qué no se ha calmado esta insurrección?


—Señor presidente, hemos sufrido decersiones, y me apena decirlo pero algunos de los oficiales que me ha impuesto de subalternos no tienen la capacidad necesaria. Pero no se preocupe, todo es parte de mi estrategia.


“Despójalo del mando, ahora. Nunca he visto un peor mentiroso”, pensó Sterling, pero sabía que no era su lugar hablar. En lugar de eso, el presidente se limitó a suspirar.


—Confío en su criterio, general, pero la paciencia se me agota. Quiero que arregle un armisticio de veinticuatro horas con la Ciudadela, para que la población civil tenga un respiro. Y puesto que el señor Wilson está tan interesado en la paz, sus soldados pueden servir de escolta al negociador, dudo mucho que le disparen a los norteamericanos.


Huerta asintió, y los embajadores se retiraron, resignados a ver frustrado el misterioso encuentro. Pero el general, antes de abandonar también la improvisada reunión, le señaló al presidente a su compañero de juerga.


—El general Aureliano Blanquet, llegó esta mañana de Toluca. He tenido a bien nombrarlo jefe de seguridad de Palacio, se encargará en persona de su protección, señor presidente.


— ¿Cómo se atreve a hacer nombramientos sin tu autorización? —dijo el hermano del presidente, una vez que los oficiales se retiraron.


—Es general, hermano, y yo no entiendo de cuestiones militares. Si cree que es la mejor decisión…licenciado Marquéz Sterling, una alegría verlo. Me reconforta saber que aún me quedan amigos sinceros.


—Me honra que me considere tal, pues yo soy un amigo leal de usted y su gobierno. Y como amigo, le digo que el general Huerta no lo es. Ese nombre no me inspira confianza, y si el tal Blanquet es su amigo…


—Estoy cansado, licenciado. Creo que debo retirarme, pero ordenaré que hombres lo escolten de regreso a su casa.


—Si no le molesta, preferiría quedarme aquí, me preocupa su seguridad señor presidente. Puedo dormir en un despacho pequeño, en una caja de zapatos si es necesario.


Madero asintió y se retiró con un último estrechón de manos. Su hermano se alejó también, despidiéndose con una inclinación de cabeza y un gesto de frustración; y Sterling se quedó en la oscuridad preguntándose ¿cómo alguien con tan férrea voluntad para hacerle frente a Wilson, que atemorizaba a la mitad del cuerpo diplomático, podía ser tan débil con aquellos mexicanos desleales, sobre los que se supone tenía autoridad absoluta? Dentro de Madero había dos espíritus en pugna, pensó, y cuando una se impusiera sobre la otra, el destino de México quedaría decidido.

¡Bienvenidos pasajeros! Algo que solemos ignorar cuando revisamos eventos históricos, es cómo reacciona el resto del mundo ante cualquier acontecimiento, pues el planeta se encuentra conectado y rara vez un evento de estas dimensiones permanece en el ámbito local. Gracias a las extensas memorias del embajador cubano, tenemos una mirada a la disyuntiva y conflicto de intereses que despierta un golpe de Estado entre los dignatarios extranjeros.





Hasta el próximo encuentro…


Navegante del Clío




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