Tres encuentros, dos disparos y una carta
- raulgr98
- 17 oct 2024
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A uno lo llaman santo, al otro héroe. Calles y pueblos bautizan en honor de ambos, y a los dos han llegado las murmuraciones secretas: el comunista genocida, el encubridor de pederastas. Dos hombres que nunca se agradaron, ni siquiera se hablaron directamente, pero sus vidas son indisociables.
En algún lugar cercano a Perote, 1915
La primera vez que se encontraron, uno era un general, y el otro un cura disfrazado de mendigo. Tan sólo media década antes, el soldado de treinta y dos años, rural de Chicontepec e ingeniero de carrera trunca habría sido el suplicante, pero ahora es el ilustre hijo de Cotija, nacido en el seno de una de las familias más acaudaladas del Occidente, quien se encuentra de rodillas ante el oficial cinco años más joven.
"Lo agarramos con la tropa de zapatistas" repite un sargento "dizque le hacía los últimos ritos a los muertitos. Yo creo que nomás los robaba", concluye antes de escupir en su dirección. El general no cree necesario un interrogatorio. El que está frente a él es un sacerdote, y bajo su mando, el destino de todos ellos es el paredón. No se hablan, pero se miran, y en los ojos del otro ven reflejado su propio odio.
Décadas más adelante se acusarán en sermones y discursos de ambiciosos, hipócritas y tramposos, pero sólo sabemos la versión que cada uno le dijo a quienes lo seguían. ¿Quien dijo la verdad y quien mintió? ¿Se trata de dos justicieros contra los agravios o dos explotadores del infortunio ajeno? Cada quien juzgará en la intimidad...
Lo que Rafael dirá que vio en la mirada del soldado es una iglesia de Zamora, ardiendo por las antorchas de los salvajes del norte, con cadáveres putrefactos manchando los adoquines y gritos de feligreses atrapados dentro del infierno: el día en que su corazón se llenó de odio inexorable por alzados y revoltosos, y todos aquellos que los defienden.
Lo que Adalberto dirá que vio en la mirada del cura es un campo veracruzano, con campesinos muriendo de inanición mientras el carromato de un obispo gordo y violador les pasa por encima, camino a devorar un festín y compartir vino con el hacendado que les niega sustento por su trabajo: el día en que su corazón se llenó de odio inexorable por sacerdotes y misioneros, y todos aquellos que los defienden.
Como sobrevivió el cura es material de leyenda: hay quien dice que frente al pelotón arrojó un reloj de oro y huyó cuando los hombres comenzaron a pelear por él. Otros afirman que, haciéndose pasar por músico hambreado, tocó un acordeón por seis horas hasta que le creyeron. Otros dicen que a alguna argucia recurrió para engañar a un oficial y salir libre, pero mientras se aleja en una mula, reza por no volver a ver nunca a aquel hombre que casi cobra su vida.
Xalapa, 1920
La segunda vez que se encontraron, uno era el recién nombrado obispo de Veracruz, y el otro acababa de tomar protesta como gobernador del estado. Uno viene del exilio, de pregonar por Cuba, Colombia y Estados Unidos; el otro salta de campaña en campaña, a veces militar, a veces política, siempre pregonando las virtudes de la reforma agraria.
Por meses se han evadido, pues el presidente Obregón ha sido claro en que no quiere más conflicto, pues los gringos están atentos a la vía de la conciliación. Pero esa mañana se encuentran por casualidad, en un edificio abandonado por los últimos seis años.
No se hablan, apenas se dan un frío estrechón de manos, por miedo a un periodista rondando en las esquinas, y su mirada se sostiene apenas por unos instantes. No se reconocen, pues por una vez su mente no está en los agravios pasados, sino en las esperanzas futuras: en aquel inmueble destartalado por la guerra Rafael ve el regreso del seminario episcopal, arrebatado por los carrancistas; Adalberto un taller textil o un hospital para los campesinos que lo siguieron a la guerra.
Pero serán sus abogados los que decidan el destino de aquel lugar, pues ninguno permanecerá mucho en la ciudad. Incapaz de tolerarse, el obispo dará una gira por todas las parroquias del estado, y el gobernador desbarataría haciendas y pelearía con petroleros, abriría escuelas rurales y mandaría construir un stadium xalapeño. La prensa no sería amable con ninguno de los dos, pero ambos se ganarían el amor de las volubles masas, empujadas eternamente a la pugna.
Ciudad de México, 1927
La última vez que se ven, uno es un cristero, y el otro secretario de gobernación. Por muchos meses Adalberto ha intentado atrapar al obispo prófugo, tío de uno de los más importantes generales rebeldes. Ha torturado al hijo de su hermano, encarcelado a sus sobrinas y amenazado de muerte a todos los familiares que ha podido encontrar. La última de esas presiones este día por fin ha rendido fruto.
Rafael se encuentra arrodillado ante su eterno enemigo, pero de nuevo no lo reconoce como el general de su juventud, para él. Todos los callistas son iguales. No intenta suplicar por su vida, sino que hace que uno de los muchachos que lo acompañaron al entregarse ponga las cartas sobre la mesa.
En un discurso que se perderá en la Historia, el muchacho argumenta cómo monseñor acató la orden de cerrar las parroquias veracruzanas, tanto así que abandonó el estado mismo. Evita mencionar el que Rafael ha mantenido por casi un año seminarios clandestinos por todo el país, dando él mismo gran parte de las clases; o que ha mandado alimento y medicina a los hombres de Gorostiza, pues hay un delito que no ha cometido. "Monseñor nunca ha empuñado un arma en contra del gobierno, ni ha convocado a otros a hacerlo, pero eso puede cambiar con mucha facilidad".
El ministro de gobernación duda, vencido en su propio juego de amenazas. Es cierto que Veracruz no se ha unido a la revuelta de forma significativa, pero aquel maldito cura podía cambiar las circunstancias si se convertía en un mártir. Aún así, no podía soportar la humillación de verse vencido, y, sin dejar de mirar al cautivo que se había rendido entre él, llamó a un secretario para que repita la opción que siempre se le da a los cristeros cuando no se amanece con ganas de una ejecución sumaria.
"Encierro, destierro, entierro".
Tan sólo un año después, parecerá para el ojo ingenuo que se ha vuelto al pasado, con un hombre pregonando en el exilio y el otro en campaña electoral.
Xalapa, 1931
Dos años y muchos muertos después, las presiones de Estados Unidos y la debilidad de Portes Gil se impusieron, y México vive una frágil paz. Aunque no se volverán a ver, Adalberto y Rafael comparten el poder en Veracruz, nuevamente son gobernador y obispo, cada quien en su territorio.
Esa mañana el gobernador se asoma a la ventana del Palacio de Gobierno y sonríe con orgullo, contemplando una catedral vacía. Por fin ha logrado expulsar a su eterno enemigo, quien ha decidido llevar su episcopado desde el puerto. Y aún así, no se siente satisfecho. La Refaccionaria, que da apoyo financiero a obreros y campesinos, es totalmente operativa, nuevas carreteras y servicios se inauguran casi cada mes y nadie como él ha expandido los servicios a los municipios; y aún así, su proyecto educativo está estancado. ¿Por qué el joven veracruzano se niega a entender las virtudes de las cooperativas? ¿Por qué no abraza la ciencia como única dadora de libertad? ¿Por qué no se asumen como dueños de su propio trabajo?
La sombra de la catedral es larga, y entonces Adalberto lo entiende. Son esos malditos curas los que mantienen al pueblo en la ignorancia, desangrándolo con tributos en metálico y especie, puede que hasta en carne. "Muy cómodos se han vuelto estos con la complacencia del gobierno federal. No obtendrán lo mismo de mí, se acabó el poder compartido". Con una furia inusitada, firma un decreto de ley, que el congreso pronto aprobará...
Dos semanas después, el gobernador se encuentra de nuevo en su escritorio, firmando una carta a su viejo enemigo
"Si se sigue negando usted a acatar la ley 197, y reducir el número de sacerdotes en el estado de acuerdo a la constitución, todos aprobados por esta oficina, no tendré otra opción más que declararlo en desacato."
Satisfecho, sella la carta y manda a un gendarme a que la deposite en el edificio de correos. El gobernador junta sus cosas para dirigirse a tomar un café vespertino pero en la puerta del Palacio, bajo la mirada atenta de Catedral, escucha unas palabras que ningún mexicano ha oído en años:
"¡Viva Cristo Rey!"
Las balas vuelan y mientras el gobernador se desangra en la puerta de palacio, se cumple lo que otrora intentó evitar: La cristiada que llegó tarde ha llegado a Veracruz.
Puerto de Veracruz, 25 de julio
Las balas vuelan y los niños que habían ido al catecismo corren, lloran y gritan. La mayoría impacta contra las paredes y hasta ahora ningún fiel a muerto. Los cinco atacantes de la catedral, con gabardinas militares, escuchan una puerta abrirse. Es un padre, que acaba de bautizar a un niño.
Los testigos no se pondrán de acuerdo en si el hombre dijo algo o intentó actuar, sólo concuerdan en qué gritaron "¡Muera el obispo traidor! ¡Muera el asesino del gobernador!" y lo acribillaron ahí mismo, junto a la pila bautismal. Pero no era el obispo Rafael, sino el padre Ángel Darío Acosta, de veintidós.
Así fue como se lo relataron a Rafael, quien ese día no había oficiado misa. En sus manos sostenía la carta del gobernador, que no veía como otra cosa que un atentado infame a la libertad de culto. La cristiada que llegó tarde comenzaba ya a cobrarse demasiadas vidas en Veracruz, pero nunca antes el de un sacerdote en una catedral. Mientras prepara un sermón demoledor, llamando a protestas que duraron meses, piensa "Esto debe terminar".
Pero no terminó, y las heridas del conflicto no han cerrado todavía. Adalberto Tejeda y Rafael Guízar y Valencia sobrevivirían a más de un atentado en los años que siguieron, pero al final, ambos perdieron. El conflicto los extenuó y desprestigió, antes de que acabara la década, el cansancio llevó a uno a la tumba y al otro a perder la lucha por la candidatura presidencial. Y la cristiada que llegó tarde continuó hasta que nadie pudo decir quien fue el virtuoso y quien el pérfido.
¡Bienvenidos pasajeros! El primero de los encuentros que narro aquí es ficticio, pero es cierto que Tejeda fusiló sacerdotes durante la Revolución, y que Guízar escapó muchas veces de la muerte a manos de los revolucionarios, ¿quien dice que sus caminos no se cruzaron? Espero que hayan disfrutado este vistazo de como se vivió el último gran conflicto del siglo XX mexicano desde los ojos de dos de las figuras más importantes de la historia moderna veracruzana.
Hasta el próximo encuentro....
Navegante del Clío
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