Tres recuerdos
- raulgr98
- 29 ago
- 12 Min. de lectura
La biblioteca junto al dinosaurio
Te sientes tan solo, y lo peor es que ni siquiera entiendes por qué. Escondido en la cabeza roja del dinosaurio colosal que se ha convertido en el icono de tu primaria, escuchas en la lejanía los gritos, las risas y decenas de balones cortando con furia el aire.
“¿A qué niño de siete años no le gusta jugar?” te preguntas, y no será la última vez. Que algo esté mal contigo es un terror inimaginable, así que pones pretextos “el deporte no es lo mío”, “me duelen las rodillas”, “para qué intentarlo si nada más harías el ridículo”. Aún no tienes la madurez suficiente para entender que sí te gusta jugar, pero no así, y no con ellos. Hay una incomodidad en el aire, la puedes sentir, pero en ese momento, la palabra “bullying” es una que no conoces, y si no puedes nombrar algo ¿cómo sabes que existe?
Escuchas ruidos, cada vez más cerca, están trepando por las escaleras en la cola del dinosaurio. Sabes que no todos tus compañeros son malos, con el tiempo, cuando te cambien de escuela, llegarás a extrañar a algunos de ellos, pero a quienes pertenecen las voces que se aproximan, definitivamente lo son. Tu mente hace cálculos más rápido de lo que puedes procesar: no alcanzarás a llegar a los escalones secretos, en una de las patas, y tu mejor opción, la resbaladilla, también está en la cola. Podrías esconderte en uno de los recovecos, pero el dinosaurio no es tan grande por dentro como aparenta, y tu mochila hace demasiado ruido. Te encontrarán. No, en realidad sólo te queda una salida, la que siempre te ha dado miedo: el tubo de bombero que desciende de la boca…
Nunca has intentado deslizarte por ahí, nunca más lo volverás a hacer, pero ese día estás desesperado. Abrazado al tubo blanco, te lanzas hacia el vacío. Tus manos están sudadas, por lo que vas rápido, demasiado. A un metro del suelo, el pánico se apodera de ti, y te sueltas. Alcanzas a poner las manos, por lo que tu cara se ha salvado, pero el tobillo te duele. No te importa, eres libre, pero temes que si ellos llegan a la cabeza, te verán y te seguirán. Bajo la sombra del gran dinosaurio rojo, corres de nuevo en dirección a la cola, tratando de llegar a uno de los edificios prohibidos, los de los “niños grandes”. Una vez en tu refugio, descubres cosas extrañas: tres de las paredes son de concreto negro y gris, como el resto de las construcciones de la escuela, pero la que está a tu izquierda es de madera café, moteada de lianas verdes, con una escalera colgante pegada a ella. Un letrero pende de uno de los tablones: una flecha hacia arriba, que dice “biblioteca”.
La habías buscado por casi cinco meses, y por fin la encuentras. Sabías que existía, lo leíste en un tríptico cuando te inscribiste, pero nunca antes te habías aventurado al dominio de los niños grandes. Y el día no podía ser mejor: ahí estarías seguro, y podrías encontrar un nuevo libro, pues ayer terminaste el que llevabas a la escuela desde casa. Con dificultad, subes los escalones, desafío que es una aventura en sí misma, y llegas a una trampilla. Apoyando todo tu peso en la pierna que no te duele, la empujas y asomas la cabeza.
La visión que se revela ante ti es lo más bello que has encontrado desde que se mudaron a esa ciudad: son tres niveles, y en cada uno hay estantes en cada pared que llegan hasta el techo, todos repletos del libro. Si a la joven con el cabello teñido de rojo, sentada en un escritorio frente a ti, le sorprende ver a un niño de segundo, no lo hace notar. Espera paciente a que termines de entrar, y tras dejar que te maravilles unos segundos más, se acerca con una sonrisa y te pregunta si puede ayudarte a registrarte.
Mientras ves como teclea tu información en una computadora, y te pide que escribas tu nombre en un folio antes de darte un plástico sellado; te sientes casi un adulto. Durante dos años, pasarás más tiempo ahí que en cualquier otro lugar de la escuela, pero ese día, el primero, harás un gran descubrimiento. Curioseando por los anaqueles, de alguna manera llegarás a unos ejemplares blancos, muy delgados. Cada portada tiene a un hombre o una mujer adultos, algunos con traje, otros con uniforme, un par con sombrero, un puñado apenas con ropa e incluso una vestida de monja. El cuerpo parece normal, pero las cabezas son enormes, y los ojos brillan como los de un niño. Cada libro tiene el nombre de una persona, el de la portada, te imaginas.
No lo sabes aún, pero has encontrado tu primera colección de biografías, y no serán las últimas. Cuando termines con ellas, buscarás más en otros anaqueles, y pedirás a tus padres que pidan por correo tres del catálogo que los maestros reparten cada tres meses. Aún no tienes una materia de “Historia”, esa tendrá que esperar al próximo ciclo escolar, pero cuando llegues a ella, al salón del profe Lalo, sabrás más de la clase que cualquiera de tus compañeros, porque este día, en la biblioteca secreta, habrás descubierto una pasión a la que más tarde dedicarías tu vida.
El maestro de música
Un año antes, en otra ciudad, te alejas de otro patio escolar; pero en esta ocasión no estás huyendo. Niños y niñas más amables te invitan a jugar con una sonrisa, pero en esta ocasión tú eres el que da la negativa, no el rechazado. No intentas ser malo con ellos, ya jugarás a los encantados la próxima semana, pero ese recreo es el del viernes, y hay algo muy especial que sólo acontece aquel día.
Apenas conteniendo la emoción, sales del patio principal y navegas entre los distintos salones, pasando por las hortalizas y el auditorio, hasta caminar por debajo de un arco blanco y llegar a un pequeño patio, oculto en una de las esquinas de los terrenos del colegio. No eres el primero en llegar, pero sabes que aún faltan muchos más para que la reunión pueda comenzar.
Hay estudiantes de los seis grados escolares, y se acomodan entremezclados, sin ningún orden o cohesión; no hay nada que tengan en común más que la emoción por aquella pequeña tradición de los viernes. No hay ninguna silla, y la barda de la jardinera contra el muro está reservada para el adulto, que observa paciente su reloj, el sándwich envuelto en una servilleta, sin comer en su otra mano. Para los demás, el piso será el mejor asiento, pero a ninguno le importa, de tan emocionados que están.
Años después, será imposible para ti recordar su nombre, e incluso sus rasgos se difuminarán en tu memoria, tan solo unos enormes lentes de armazón, una frondosa barba amarilla y un desfile de camisas de cuadros, cada semana de colores distintos, pero siempre con el mismo patrón; lo que nunca olvidarás es su grave, pero melodiosa voz. Dicen que a los alumnos mayores les da otras asignaturas, pero a ti sólo te da una clase: música. Con él no aprenderás a tocar instrumentos, y la incipiente capacidad de leer partituras se borrará con los años, pero un gran regalo permanecerá contigo.
Todas sus clases comienzan de la misma manera: con una hoja en blanco de la libreta encuadernada con el logo de la escuela. Una vez iniciada la clase, el maestro de música decía un nombre: Vivaldi, Liszt, dos Mozart y contaba una breve historia en la que ellos eran los protagonistas. Después, ponía un casete en una vieja grabadora y mientras una canción sonaba, al ritmo de la melodía, su voz siguiendo los cambios de ánimo de los instrumentos, contaba un cuento. Podía ser de lo que fuera: animales danzando en un claro en el bosque, una tarde lluviosa en un castillo lejano, una fiesta en una vieja fábrica de juguetes; pero de alguna manera, parecía que la canción había sido hecha tan solo para acompañar a la narración. Al concluir, antes de continuar con el resto de la clase, debías dibujar el cuento. Que la música pudiera contar una historia, y hacerla mejor, para ti siempre fue mágico, y una década después te enamorarías de una forma muy similar de narrar.
Pero ahora tienes tan sólo seis, y estás en el patio secreto del colegio, contando los segundos. Cuando el maestro de música se convence que ha reunido suficiente público, le da una mordida a su almuerzo; se limpia la barba con una servilleta y se baja los anteojos casi hasta la punta de la nariz, para dar inicio a una nueva historia. A veces será de aventuras; con caballeros, princesas y dragones. Otras más los presentes perderán el aliento por las carcajadas de sus ocurrencias, y otras más, no podrás evitar temblar ante sus historias de fantasmas, y pasar el resto del día mirando por encima del hombro. El cuentacuentos jamás llevará juguetes o fotografías, ni siquiera música como en las historias en clase, tan solo utilizará las manos y la voz.
Lo que más te dolerá de mudarte, incluso más que dejar atrás tu vieja casa, es sólo haber formado parte de aquella tradición por un año, y más de una vez te atormentará no poder recordar más de aquel maestro, y nunca haber podido darle las gracias por introducirte a lo más parecido a la magia que encontrarás en el mundo real; pues mantener sentados y en silencio a treinta niños y niñas, de seis el menor y doce el mayor, en el último día de recreo de la semana, sin más artilugio que el talento para contar historias, es un súper poder que perseguirás el resto de tus días.
Un robo de madrugada
A este último recuerdo no puedes ponerle mes, ni siquiera un año, pues lo hiciste cientos de veces. Algo es seguro, tienes más de cinco, pues ya se estrenó la primera serie que verás completa en DVD, un regalo de Navidad, pero menos de siete, pues aún vives en la casa de tu primera infancia, y el bebé aún no llega.
Años después, cuando comprendas la delicia de dormir, te cuestionarás como eras capaz de tener toda tu energía en un sábado a las seis de la mañana, pero afuera de tu ventana aún está oscuro, ni siquiera los gatos y ardillas del árbol parecen estar despiertos. Es un par de años antes de que te prescribieran anteojos, y algún día te preguntarás si aquella obsesión por navegar por la casa sin luz aceleró el proceso. Pero aquella madrugada, aunque permaneces con una piyama de Batman, capa incluida, te levantas de la cama, pues tienes una misión.
El primer paso es el más sencillo, pues por algún delirio de la niñez, te da menos miedo dormir con la puerta abierta. Sales de tu cuarto alfombrado descalzo, y paso a paso, sin tocar nada, atraviesas primero el largo pasillo rosa y gris, donde está la escalera y el baño; para adentrarte en el cuarto verde, el estudio de tu padre, siempre lleno de libros. Si hay un lugar en la casa que ames de la casa, además de tu propia habitación, es ese. Sueles jugar ahí, a veces solo, a veces con él, y ha sido tanta la alegría que estás dispuesto a olvidar que en ese cuarto fue donde cometieron la gran crueldad de obligarte a comer chayote. Reuniendo toda tu fuerza de voluntad, resistes la tentación de tomar los libros del estante chico, que te gusta desparramar, o de treparte a una silla para bajar los dinosaurios de plastilina que tu madre te moldeó, pues ambas opciones harían demasiado ruido. Respirando hondo, te acuclillas junto a tu primer obstáculo, la puerta cerrada.
La oscura madera siempre hace ruido, pero la abres apenas unos milímetros cada vez, esperando varios segundos antes del próximo esfuerzo, tratando de limitar los crujidos. Son ya muchos los años de práctica, y muy despacio es tu crecimiento, tienes bien calculado cuánto necesitas abrir para poder escurrite dentro. Ahora comienzas a sudar, pues te encuentras dentro de la recámara de tus padres, y no has pedido permiso.
Es el cuarto más oscuro de la casa, por lo que no puedes distinguirlos, pero sabes que están ahí, escuchas sus fuertes respiraciones. Despacio caminas por la alfombra, hasta casi llegar al tocador, y giras en dirección a la cama. El espacio entre la pared y tus padres es reducido, cualquier paso en falso puede representar el fracaso de la misión, pero con lentitud logras llegar a tu objetivo: el armario que está oculto en un recoveco junto a la cabecera de la cama, un pequeño rectángulo anexo al gran cuadrado que es la habitación. La puerta corrediza del clóset hace mucho menos ruido que la del cuarto, pero está mucho más cerca de tu madre, quién duerme de ese lado de la cama, y tiene el sueño más ligero de los dos. La mayoría de las veces que te han descubierto, ha sido en este punto, y no les conoces a tus padres reacciones más temibles que aquellas que se generan cuando los asustas antes de que salga el sol.
Rogando al cielo que la puerta no haga mucho ruido, la corres lo suficiente para poder meter el brazo, pero entonces te paralizas por un ruido a tu costado. Por un instante temes lo peor, pero es tan sólo un ronquido. Te adentras en el clóset, buscando a tientas el tesoro, cuya forma reconoces al instante. Es una caja de cartón, con relieves en dos de sus costados. A su lado hay dos cajas más pequeñas, y te sientes tan envalentonado, que decides llevártelas también. Ya no puedes cerrar de nuevo el armario, pues te has quedado sin manos; debes sostener el tesoro con ambas, y apoyar tu barbilla sobre él, para asegurar que no se resbalen. No importa, para cuando tus padres descubran que les has robado, ya habrás conseguido lo que quieres. Al llegar a la puerta de madera, te agachas para deslizar lo que llevas al interior del cuarto verde, antes de pasar tú. Ya ni siquiera te atreves a cerrar la puerta entreabierta, sino que caminas, casi corriendo, de vuelta a la seguridad de tu recámara.
El tesoro son cinco películas, las favoritas de tu madre, que guarda con celo tan cerca de la cabecera de su cama. Aunque las portadas tienen muchos personajes, tu atención se centra en la figura más grande, pues el patrón es el mismo: las cinco sostienen una espada de color brillante. Durante años has realizado este hurto nocturno, no para ver las películas, pues el único DVD está en el cuarto de ellos, sino para jugar a la esgrima con las cajas. Es un ritual extraño, pero uno que te hace feliz. Al pensar en aquella galaxia muy muy lejana, es cuando te sientes más cerca de tu madre.
No es que te falten juguetes, y estás seguro de que ellos buscarían todos los que les pidieras; pero para ti las figuras nunca han sido suficiente. Por alguna razón, prefieres coleccionar loterías, memoraras y otros juegos de cartas, utilizando las tarjetas como si figuras de acción se trataran. Una parte de ti intuye la razón, y es que el juego de cartas común tiene cincuenta personajes distintos, cifra que sería difícil de alcanzar con figuritas. Son las primeras señales de una característica que te obsesionaría, el motivo detrás de que sólo aceptes como regalos sets completos de juguetes de películas, y la razón que evitará que desciendas al más obsesivo de los coleccionismos: si vas a comenzar a adentrarte en un mundo, necesitarás saberlo todo, tenerlo todo de él.
Y por eso limitas tus juegos de Star Wars a las cajas y revistas que tú madre ha comenzado ya a coleccionar, pues con el estreno de la nueva serie animada, los que ya eran docenas de personajes ahora están llegando a los cientos, siempre necesitarías más juguetes, pues tú no conoces otra dinámica de juego que no sea contar historias completas, y aunque sabes que no estarás satisfecho hasta tener a todos tus personajes, entiendes que con este mundo en particular, tal demanda a tus padres sería un abuso.
Pero aquella madrugada es distinta a la de otros hurtos, pues una idea comienza a germinar en ti. Tal vez sí sea posible tenerlo todo sin hacer que tus padres gasten todo su dinero. Por primera vez, dejas de jugar antes de que salga el sol, y regresas al cuarto verde, armado con tu cajita de lápices de colores. Olvidando incluso el temor de despertarlos, esculcas los cajones del escritorio de tu padre hasta encontrar la caja con hojas de papel que dice “reciclar”. De un lado tienen escritas infinidad de palabras aburridas de su trabajo, pero del otro lado es un lienzo en blanco. Tus padres te encontrarán aún ahí ya encontrada la mañana, dibujando de forma tosca pilas y pilas de personajes de Star Wars y recortándolos por los bordes. Tus manos torpes cometerán errores, y más de un mutilado deberá ser rearmado con cinta adhesiva, pero cuando concluyas una semana después tendrás la posibilidad de tener tantos personajes como quieras para contar historias completas, y nunca más volverás a pedir un juguete para Navidad o tu cumpleaños.
Ninguno de esos muñecos de papel sobrevivirán a la mudanza que se aproxima, pero nunca olvidarás la emoción de tener un mundo completo entre tus manos, y aunque más tarde perderás la pasión por el dibujo, y dependerás de una impresora o amigos para tus colecciones en dos dimensiones, la idea de la totalidad es una que no te abandonará, y cuando comiences a crear tus propias historias, será tu sello distintivo; pues en tus mundos ficticios tendrás mapas, objetos, costumbres, y los personajes llegarán casi a los miles.
¡Bienvenidos pasajeros! En este, nuestro tercer aniversario de Navegante del Clío, quise experimentar un poco, pues no tendrán un relato histórico convencional, sino fragmentos de mi propia historia. Ya hablamos en la semana de mi primer análisis cinematográfico y el libro que me inspiró a escribir, pero el deseo de narrar, de imaginar, de crear; así como el interés por la Historia tiene un origen anterior, que creo que por fin identifiqué.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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