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Un préstamo, un soborno, un indulto

Si no se cuentan aquellas ocasiones en que suplicó al Señor, Manuela Taboada sólo se arrodilló tres veces, las tres por amor, las tres cargado una bolsa de oro...


Chamacuero, 19 de septiembre de 1810


Eran más de quince los hombres sentados a la mesa, a los que Manuela le había abierto la puerta de su casa, pero ella sólo conocía a cuatro, los amigos de su marido: los tres mexicanos y el buen cura. Su suegra y hermanas, con las que compartía su cómodo hogar, no parecían muy conformes con la decisión de albergar alzados, pero Ella era la señora de la casa, y su autoridad era final. Así lo había establecido Mariano cuando la tomó por esposa, cinco años atrás. De veintisiete él y veinticuatro ella, eran por mucho los más jóvenes de entre los rebeldes, pero eso hacía que Manuela se sintiera todavía más orgullosa: Mariano Abasolo era ya un líder del movimiento, y se había ganado ese puesto no por la fortuna de ambas familias, sino por talento y sagacidad.


Por siglos su familia se había beneficiado de la riqueza de aquella tierra, y su familia se codeaba con las altas esferas, incluso en la capital, pero siempre había un obstáculo, una barrera impenetrable que les impedía un ascenso que habrían merecido hace mucho si se juzgara el trabajo y el talento por encima del lugar de nacimiento. Ahora, con un francés en el trono de España; el momento había llegado de la reivindicación del criollo.


Y aún así, sabía que por su fémina condición y su acaudalada cuna, el campo de batalla no era lugar al que ella perteneciera. Eso no le iba a impedir contribuir...


Siempre había tenido al cura Hidalgo por un hombre honrado y bondadoso, pese a los rumores de sus vecinas y amigas, así que fue a él a quien se dirigió. Tomando entre sus brazos un saco tejido, lo llenó de tantas barras doradas como pudo, contándolas con la devoción de una administradora nata, y se arrodilló ante el líder de los insurgentes.


—Padre, estimado amigo mío y de mi familia. Sé que no puedo acompañar a mi marido al frente, pero acepta esta contribución a la causa: cuarenta mil pesos, en sólido oro, para la grandeza de la Nueva España y el triunfo de la causa insurgente.



Guadalajara, 15 de noviembre de 1810


La huida no había domado la voluntad de Manuela, pero si le había abierto los ojos a la crueldad del hombre, incluso aquellos que habían jurado servir a Dios. Tras huir de su hacienda, en compañía de su hijo y las otras mujeres de la casa, la persecución realista la había llevado a Celaya, a Valladolid, y finalmente a Guadalajara.


Aquella noche sería la primera vez que la buena mujer vería a Mariano, y al resto de los alzados; pero había sido testigo de su actuar: pueblos saqueados, campos quemados, viudas dolientes, Y la mañana que un mensajero le había narrado a las peregrinas las noticias de Guanajuato, el sueño le había llegado entre lágrimas. No culpaba a su marido de las muertes, naturales en una guerra, ni tampoco al capitán Allende, que tan noble le había parecido en las reuniones de los últimos años, pero alguien había perdido el control de la tropa, y por más que le doliera a Manuela admitirlo, el único líder sin formación militar debía ser el responsable.


Mientras esperaba la autorización para entrar al cuartel general, sintió como una mano desesperada le jalaba la falda del vestido. Era una anciana, que la había reconocido como alguien importante, y cargaba con ella la súplica de otras cien mujeres. Con atención la escuchó, y cuando por fin se reunió con los hombres de guerra, ya no había ansia de abrazar a su amor, sino ira ante la injusticia que le habían susurrado.


— ¡Más de un centenar de condenados a muerte, todos rendiciones sin pelear! ¡Todos hijos, esposos, padres! ¡Algunos de ellos son criollos! E incluso los españoles ¿ese es el ejemplo de justicia que queremos dar? ¿El de una horda inmisericorde?


Abasolo, Jiménez, Aldama y Allende, todos la miraban con vergüenza. No era la primera vez que escuchaban tal discurso; pero en el cura Hidalgo, Manuela sólo veía una triste indecisión, en eterna batalla con la avidez de poder. Pero siempre astuto, no iba a permitir tal afrenta delante de sus hombres, por lo que con una astuta sonrisa accedió a una audiencia privada con la furiosa dama. Y en la soledad de un estudio, Manuela se arrodilló por segunda vez, ya no por amor a la causa, sino a unos desconocidos.


La gaceta oficial de los alzados que se publicó dos meses después da cuenta que fue gracias a la intercesión de Doña Manuela que se indultó a más de un centenar de cautivos, pero lo que omitió contar es que la mujer de Abasolo salió rumbo a San Luis sin una bolsa con el oro que había logrado sacar de su hacienda, y con la orden de nunca más exigir ver al cura Miguel Hidalgo.


Aguascalientes, junio de 1811


La corte improvisada del virrey Venegas estaba a punto de atender a la última suplicante. El ambiente en el aire era de euforia, pues tres meses antes se había logrado capturar a los líderes de la terrible revuelta, y tras los procesos debidos, a punto estaba el virrey de firmar las condenas de muerte. Sólo faltaba escuchar la súplica de una sola mujer...


Las ropas de quien se presentó ante Venegas otrora habían sido finas, pero ahora estaban sucias y al borde de la ruina, como si la pobre dama no se hubiera cambiado en semanas. Sólo meses más tarde, se enteraría que había caminado de Saltillo a Aguascalientes, sin descanso, sólo para verlo.


—Sé que los hombres prisioneros en el norte cometieron graves delitos, y estoy consciente de que no está en mis manos salvarlos a todos, pero escuche mi caso, virrey. Entre los cautivos se encuentra un hombre, joven e ingenuo, que durante el último año ni hizo sino tratar de evitar hostilidades. Fue su influencia la que evitó mayores tragedias en Guanajuato, y su obra la que salvó vidas en Guadalajara y Chihuahua. Yo misma fui hecha prisionera junto con ellos, y si fui liberada es por que la mitad de la Nueva España puede dar fe de la buena conducta de mi familia y la de mi marido. ¡Virrey Venegas, Mariano Abasolo habrá sido insurgente, pero por sus manos no corre sangre inocente, pues él no cometió crimen violento alguno!


Pero como la desesperada mujer sabía que sus palabras no bastarían, entregó la evidencia que por meses había reunido: decenas de cartas, súplicas y recomendaciones, de testigos del Bajío y el Norte, el Occidente y la capital, que juraban por la bondad de los Abasolo y los Taboada, y suplicaban por la vida del reo.


Poco tardó en comprender que ningún testimonio conmovería a un virrey que había sentido el terror en carne propia, así que por tercera vez, llena de amor hacia su marido y su hijo, se arrodilló con una bolsa de oro, el pago que había obtenido por la venta de su bella hacienda.


—Esto es el último oro que me queda, y las propiedades que aún conservo es libre de decomisarlas, pero perdona la vida de mi marido.


Y así, antes de que acabara el año, Manuela Taboada y su amado Mariano partieron al exilio, pues s fue condenado a cadena perpetua en Cádiz, y aunque una fiebre se lo llevó antes del final de la guerra, la historia de la viuda, ahora poco más que una mendiga, conmovió al emperador Iturbide, quien compró aquella hacienda en la que la infortunada pareja fue feliz, para que ahí criara a su hijo y llorara al más joven de los insurgentes por veinticuatro años más.

¡Bienvenidos pasajeros! El día de hoy quiero compartirles un poco de mi proceso creativo: desde el principio supe que el relato de hoy sería alusivo al movimiento insurgente, pero aún no tenía claros los detalles. Si Allende es al que más he estudiado, no quería escribir de una de las figuras más conocidas. Por un momento estuve tentado por López Rayón, pero a mi memoria llegó Abasolo, el único de los capturados en Acatita de Baján que escapó del pelotón de fusilamiento. Investigando la vida del joven, descubrí a la figura de su esposa, y creo que su historia merece ser contada.



En cuanto a los tres "donativos" que dio, sólo el primero fue honrado como deuda, y el gobierno de Porfirio Díaz lo pagó a sus bisnietos con casi un siglo de intereses.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío



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