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Una última sesión espiritista

Ciudad de México, 22 de febrero de 1914


Por primera vez, los fantasmas no acudían a su llamado, quizá porque estaba próximo a convertirse en uno. Él, que había dedicado más de la mitad de su vida a preparar su cuerpo para la comunión con el otro lado, renunciando al alcohol, al tabaco, al consumo de carne y a los placeres del lecho; que había aprendido homeopatía para no contaminarse con fármacos de laboratorio, permanecía sin respuesta, pese a la noche de vigilia y la mañana de ayuno.


¿Era por el dolor ante la tragedia que había ocasionado? Si él tan sólo se limitó a seguir las instrucciones de sus guías ¿habría sido entonces engañado? Quizá era la esperanza de salir vivo de todo esto, de alguna manera, pero ¿qué clase de vida le esperaba? La del reclamo, y el continuo recordatorio del fracaso. Sólo algo bello resultaría de recuperar su vida, y era el poder ver de nuevo el rostro de Sarita, pero si quería realizar su última sesión, no podía tener pensamientos tan egoístas. Tras suplicarle perdón, y recordarle que fue su único amor, arrancó a su esposa de la mente y el corazón, transformándose en un receptáculo vacío.


Su primera invocación la intentó a las diez de la mañana, llamando al hombre que no había alcanzado a ver su máximo triunfo, pues murió un mes antes de Ciudad Juárez, aquella sangrienta batalla que le dio todo, pero que intentó evitar por todos sus medios.


—¡Evaristo Madero, manifiéstate! ¡Abuelo, por favor!


Durante los días de encierro largo había pensado sobre lo que le diría. El viejo nunca entendió sus aspiraciones políticas, pese a que él fue su génesis.


“Siempre dijiste que ni toda la fortuna del mundo borraría la vergüenza del desdén de Díaz. Pues yo te redimí abuelo, no sólo crecí tu fortuna con nuevas fábricas, modernizando la hacienda, aumentando el valor de nuestra familia a quince millones de dólares[1]; sino que expulsé de su trono a aquel que te exilió de la política. ¿Por qué ahora me abandonas?” Pero el abuelo Evaristo no contestó.


Quizá defender su rol en el legado familiar no fue la mejor idea de salvación, pensaba. Gran parte de la fortuna que ayudó a crecer la dilapidó en sus campañas, y el nombre de la familia se hallaba en peor lugar que nunca antes. Pero lo que nunca le podrían negar, es que fue un hombre decente, que siempre buscó el bien a su prójimo. Alrededor del mediodía, mientras sus compañeros de cautiverio jugaban a las cartas sin mucha emoción, intentó su segunda invocación.


—¡Padre Samuel, manifiéstate! Tu antiguo alumno te llama.


“Tal vez crees que fui una decepción, pues me expulsaron del colegio jesuita por mis malas notas, y mi terrible inglés. Pero lo mejoré, padre; y aunque nunca fui cura como yo deseaba al inicio, seguí viviendo acorde a los principios que me enseñaron. Traté bien a todos los trabajadores de mi familia, construí escuelas y clínicas, doné a la caridad. Puse la otra mejilla siempre que me ofendieron, cuando me ridiculizaron por cosas tan absurdas como aquel aeroplano[2]”. Pero el padre Samuel no contestó.


¿Y cómo podría hacerlo? Todas esas manifestaciones de humanidad eran poca cosa si al otro lado de la balanza ponía los muertos que cargaba. Él nunca quiso una guerra, pero fue un mal necesario para cumplir su destino de salvar a su país. Pero ver la devastación lo afectó más de lo que esperaba, saber de los Serdán y de todos los que habían perdido la vida peleando por su causa. Por eso, para no tener que volver a dar nunca un pésame, es que la idea de la reconciliación lo había obsesionado, pero en eso también falló: nunca se ganó a aquellos que lo odiaban, y alejó a muchos que creían en él. Seis rebeliones en trece meses, cada una con una aplastante cadena de muertos, sólo podía verse como el más terrible de los fracasos.


Cerca de las tres de la tarde, después de comer un poco de pan, fruta y queso, intentó su tercera invocación.


—¡Benito Juárez, manifiéstate! Tú que hace cinco años me dictaste La sucesión presidencial ¿por qué me has abandonado?


“Si alguien fue mi guía, fue usted. De usted emana todo mi idealismo político, la misma noción de ser un presidente. Sin libertad no puede haber crecimiento, eso lo dijo usted, y si busqué la renovación fue en persecución de esa idea. Y no lo hice tan mal, acabé con los jefes políticos, hice que los legisladores se eligieran de forma directa, que hasta por los ministros de la Suprema Corte se votara. Le regresé la libertad a los periódicos, incluso en perjuicio mío. Y si de algo estoy orgulloso es del Departamento de Trabajo. No reprimí ni una huelga, disminuí las jornadas, limité el trabajo de mujeres y niños. Nunca antes los obreros de este país tuvieron tantos derechos”. Pero el licenciado Juárez no contestó.


Y fue hasta entonces que comprendió que nunca supo la naturaleza de su ídolo. Sí, Juárez defendió ideales con firmeza, pero nunca a costa de su propio poder; y entre la estabilidad y el discurso, siempre optó por la respuesta pragmática. Se sintió aliviado de no recibir la visita del espectro que tantas veces lo asesoró, pues podía imaginar lo que le diría: que desaprovechó la oportunidad única de reformar de cero el ejército para evitar conflictuarse con aquellos que nunca lo respetaron, que falló en el reparto agrario, la promesa por el que tantos lo siguieron, que incluso las cosas buenas que hizo serían revertidas por aquellos enemigos a los que fue incapaz de ver hasta que fue demasiado tarde; qué cómo se le había ocurrido ser presidente si ni siquiera era administrador de su propia hacienda. Un ingeniero agrónomo fuera de la realidad.


A las seis de la tarde, mientras en otro piso los traidores afinaban los detalles de su ejecución, realizó su cuarta invocación, pero estaba tan cansado que cuando Allan Kardec, el francés fundador del espiritismo que profesaba con fervor, tampoco hizo acto de presencia, apenas y se inmutó. A quién si podía ver era a un anciano vestido de gala, pero eso no tenía ningún sentido, pues se trataba de un vivo, al otro lado del mar.


Se veía igual que la última vez que se encontraron, en la finca de Veracruz, poco después de iniciar la campaña. Verlo encorvado, débil, con manos temblorosas, pero aún codiciosas, era lo que lo había terminado de convencer de que un cambio era necesario. Y por su gesto de desprecio, parecía que su interlocutor se había llevado una imagen igual de mala de él.


—Dije que habías soltado a un tigre. Ahora tengo mi respuesta sobre si eras capaz de domarlo. ¿Qué se siente, Francisco, el saber que este viejo decadente vivirá más que tú?


—¡Cállese! ¡Usted tiene la culpa de todo! El país estaba a punto de desbordarse, si no hubiera sido yo, cualquier otro…


—Sí, sí. Todo era un desastre. Entonces ¿por qué no cambiaste más? Dejaste al ejército, al gabinete. Tanto miedo te daba moverle algo a la economía, que traicionaste a tus amados campesinos. ¿Y tu política laboral? ¿Llamas a esa tibieza revolucionaria?


—No debió postularse de nuevo, viejo terco. Si hubiera cumplido su palabra, no hubiera sido necesaria una revolución. La muerte, el caos, nos habríamos ahorrado todo eso, sus amiguitos no habrían tenido pretexto.


—¿Quieres saber por qué lo intenté de nuevo? Los gringos, esos mismos a los que mantuve a raya por treinta años, me hicieron la misma pregunta aquel día que le di la mano a Taft. ¿Leíste en el periódico lo que respondí? “No puedo retirarme en buena fe si no ve un sucesor competente”. ¿Lo fuiste tú, Francisco?


A las ocho de la noche, optó por centrarse en el mundo de los vivos. Después de todo un día de no haberlo escuchado, José María y Ángeles se aproximaron a él, dispuestos incluso en ese momento, a auxiliarlo. Si le tenían algún rencor, lo disimulaban a la perfección; y eso le dolía aún más. Los había arrastrado al abismo, y aún así se preocupaban por él. Ambos le habían advertido lo que podía pasar, igual que Azcona, que Gustavo, y los había ignorado.


Se vio a sí mismo cuando era un niño; demasiado bajo, demasiado enfermizo. Los otros jóvenes tenían miedo de jugar con él, pues parecía que hasta la misma briza podía herirlo. Con los años sanó, se fortaleció, aprendió a vestir y a sonreír; pero en el fondo siempre siguió siendo ese niño asustado. El maldito accidente con la pelota sólo empeoró todo, fue ese el día en que vio a su primer fantasma; el qué le dijo que algo lo esperaba. Si no había muerto en su lecho convaleciente, si el averno no le había reclamado por dejar tuerto a su hermano, era porque en el futuro lograría grandes cosas. Gustavo lo perdonó, su madre lo abrazó, y Sara dedicó su vida a él, pero no le era suficiente. Sólo ahora, habiendo perdido a los que lo hubieran amado decidiera lo que decidiera, comprendió que la obsesión de que todos lo amaran partía de el no haber aprendido nunca a quererse a sí mismo.


—Les agradezco su enorme lealtad que no pude apreciar. Perdónenme por haberme dado cuenta demasiado tarde de mis dos grandes errores, como político y como hombre: querer complacer a todos, y no escuchar a quienes de verdad importaban.


A las diez de la noche enviaron a un cadete a apagarles la luz, y él se acostó en el piso, pues no tenía caso pretender que algo lo diferenciaba de sus compañeros de infortunio. Cerró los ojos y, aunque se sentía más culpable que nunca, el reconocer sus fallas le otorgaba lo más parecido a la paz que había sentido en mucho tiempo. Pero duró poco.


Los despertaron a gritos, exigiéndoles que se apuraran a vestirse, pues iban a ser trasladados. Francisco vio el reloj en una esquina del cuarto. Eran las 10:20.


—Coronel Chicarro —le dijo al jefe de sus carceleros—si nos hubiera notificado hace media hora, nos hubiera encontrado todavía vestidos.


A seis de los hombres no los conocía, y fiel a su costumbre, les pidió que se identificaran, pues jamás se refería a alguien si no era por su nombre. Agustín Figueres, Ricardo Hernández, Rafael Pimienta, Ricardo Romero y Francisco Ugalde. El que parecía estar al mando, un hombre agrio de mirada cruel, llamado Francisco Cárdenas, perdía cada vez más la paciencia.


—¡De prisa, con un demonio! Los están esperando en la penitenciaría de Lecumberri.


—No, general, usted se queda aquí. Es la orden que tenemos.


—Exijo hablar con Huerta, mayor.


—El presidente está en una gala en la embajada de Estados Unidos, pero si tiene alguna queja podrá presentarla al general Blanquet, de él vienen mis órdenes.


Terminaron de vestirse y Francisco quiso ofrecerle algún consuelo a su leal Ángeles, rojo de impotencia, pero lo único que pudo decir, mientras le ofrecía la mano, fue.


—General, nunca volveré a verlo.

 


Los llevaron a uno de los patios de palacio, dónde ya los esperaban dos carros aparcados. Así inició el último viaje, con un reo, un chofer y dos escoltas en cada uno. En las oscuras calles del centro, donde incluso en ese momento languidecían todavía algunos cuerpos en putrefacción, Francisco Ignacio Madero inició su última invocación, la que más deseaba en su corazón, pero cuya respuesta lo aterrorizaba.


—¡Gustavo Adolfo, manifiéstate! ¡Ven hermano pedirte perdón!


Y uno de los hermanos Madero hizo acto de presencia, pero no a quien Francisco esperaba ver. En lugar de la sombra alta de su más cercano confidente, en el asiento que lo separaba del mayor se manifestó un niño rollizo de cuatro años. Se trataba de su otro hermano perdido, el que lo guiaba desde que falleció, cuando Francisco sólo tenía catorce años. Lo había acompañado en mítines y prisiones, en banquetes y campos de batalla. Cuando escribió el plan de San Luis, en lo que parecía toda una vida atrás, fue el pequeño Raúl el que le susurró los artículos.


—¿Sabías cómo terminaría, cuando me mandaste en esta empresa? —le preguntó.


Su hermano, sin sonreír, se limitó a repetir lo que le dijo por primera vez una década atrás, cuando lo convenció de involucrarse en política.


—Haz bien a tus ciudadanos, y trabajarás para un ideal que liberará a tu nación.


Tan concentrado estaba en el niño espectral, que no se percató cuando los carros se detuvieron al llegar al penal, ni el breve intercambio con el gendarme en la entrada, ni la marcha retomada, pues la instrucción era que todo terminara en la parte de atrás. No fue hasta que la puerta del carro se cerró de un portazo, y Raúl se desvaneció; que Francisco regresó a la realidad. Francisco Cárdenas había descendido, y ahora esperaba impaciente al lado del cautivo, abriéndole la puerta con brusquedad.


—Bájese.


Francisco odiaba las cárceles, y nunca se había parado por Lecumberri, ni siquiera cuando mandó allá a Villa, pero hasta el sabía que por la parte de atrás, no había puerta.


—No me voy a bajar, mayor.


—¡Bájese!


—No, mayor Cárdenas, no puede obligarme a…


—¡Qué se baje, con un carajo!


Creyó ver el brillo metálico de una pistola justo antes de que las farolas se apagaran, y escuchó un estruendo.

 


Sin saber cómo, Francisco I. Madero se descubrió a sí mismo fuera del coche. El mayor Cárdenas se frotaba la frente con frustración. Del otro vehículo descendió un sudoroso José María Pino Suárez, al parecer conmocionado por el ruido. Francisco no alcanzaba a ver lo mismo que él, pero observó cómo se ponía pálido.


—¡Asesinos! ¡Malditos asesinos!


Echó a correr, pero los custodios fueron más rápidos. Antes de que Francisco pudiera gritar su protesta, trece balas atravesaron el cuerpo de quien fuera su vicepresidente, que ahora se desangraba en el suelo apenas a unos metros del coche que lo había llevado.


—¿De a cuanto nos toca? —dijo uno de los asesinos, mientras se limpiaba las botas con indiferencia.


—Blanquet dijo dieciocho mil pa’ cada uno —le contestó otro.


—¿Y los choferes? —preguntó un tercero, señalando a los dos Ricardos —¿nos los echamos?


—Son testigos del intento de fuga, idiotas. —dijo el mayor— Que salgan con vida de aquí, es su recompensa. Ahora ayúdenme, debe de verse bien.


Francisco vio cómo uno de los verdugos se acercaba al automóvil, y junto con Cárdenas sacaban un bulto del asiento trasero.


—¡Qué parezca que corrió! —ordenó el mayor—No lo pongan cerca del otro.


Uno de los hombres se acometió a la tarea, mientras un segundo se acercaba a limpiar con esmero el asiento donde Francisco había estado sentado. Al terminar, los cuatro soldados llenaron los vehículos de agujeros, disparando sin ninguna dirección o precisión.


Pero eso, Francisco ya no lo notaba, pues mientras Cárdenas y sus hombres montaban una escena, él se acercó al misterioso bulto, mientras una idea macabra se asentaba con lentitud dentro de él. La noche era oscura, pero bajo la luna, si se acercaba lo suficiente, podía distinguirlo. Despacio, se agachó, y si aún tuviera la capacidad de respirar, hubiera perdido el aliento, pues lo que tenía ante el era su propio rostro, con los abiertos ojos carentes de cualquier expresión, y un manantial de sangre brotando por su cabeza.


“Un ideal que liberará a la nación”, había dicho Raúl; pero mientras Francisco caminaba, dándole la espalda a lo que fue su cuerpo; descubrió que ya ni siquiera sabía cuál era, sólo que fuera el que fuera, no lo había alcanzado. Y mientras México no fuera libre de su violencia, de su ingenuidad, de su misma apatía, él tampoco lo sería, y la caminata seguiría, sin Sara, sin su madre, sin Gustavo, ningún espíritu lo visitaría ya. No habría cielo o infierno para Francisco I. Madero, sólo el eterno sonido de sus propios pasos, uno detrás del otro, tantos como sus errores y pesares, hasta que el mundo llegara a su fin.


[1] Unos quinientos millones actuales, poco menos de diez mil millones de pesos mexicanos.

[2] Francisco I. Madero fue el primer jefe de Estado del mundo en volar en avión.

¡Bienvenidos pasajeros! Por fin, tras quince semanas, casi cuatro meses de trabajo, hemos llegado al final de la serie de relatos de la Decena Trágica. Esta historia continuará, y espero poderles darles noticias próximamente, pero por lo pronto necesito un descanso. Si les gustaron este tipo de historias extendidas por varias entregas, háganmelo saber en los comentarios, y me plantearé la posibilidad de un nuevo proyecto. ¡Muchas gracias!



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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