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Una ayuda inesperada

¡Bienvenidos pasajeros! Después de un descanso que me tomé las últimas semanas, retomamos la historia de Hércules, y les prometo que, para ponernos al corriente, tendrán dos relatos seguidos, que espero sean interesantes para ustedes.

Una ayuda inesperada

El Olimpo, un par de semanas después


El jaleo que se oía en el patio sólo podía significar que algo "divertido" estaba ocurriendo en el mundo de los mortales. Único problema, lo que la mayoría de los dioses consideraba divertido involucraba sangre, muerte, violencia y destrucción.


Pese a que se creía por encima de aquellas banalidades, eventualmente la curiosidad la venció, y se acercó al agujero en el centro del palacio divino, desde dónde se podía contemplar toda Grecia a la vez. Alrededor de él, los dioses reían a carcajadas, bebían hasta el hartazgo y cruzaban apuestas unos con otros. Y en los tronos por encima del resto, estaban los reyes del Olimpo, pero algo extraño habitaba sus miradas. Zeus, normalmente el más estridente del auditorio, tenía en su gesto algo casi parecido a la preocupación; pero Hera había abandonado su común mirada de repugnancia por ojos llenos de ansia de sangre. Al instante, Atenea comprendió cual era el mortal que estaba dando aquel espectáculo.


Rápidamente buscó con la mirada a algunos de sus hermanos más maduros, pero la mayoría estaba ausente. Parece ser que la reina no le había perdonado a Artemisa que no matara al mortal, y su gemelo Apolo había decidido solidarizarse con ella esfumándose del Olimpo. Hermes seguía ahí, sin embargo, y fue con él con quien habló en secreto, cuidándose del oído de su madrastra.


—¿Cómo va?


—No muy bien. Míralo por ti misma.


Asomándose por el borde, su mirada se posó en el lago Estínfalo, plagado de huesos de vacas, aves, hombres. Así que ese era el nuevo trabajo de Euristeo, debía purgar las aguas de terribles aves carnívoras, con picos y garras de bronce, y plumas como dardos. Heracles ya había desperdiciado medio carcaj de flechas, pero aquellos pájaros infernales las evadían todas. Eran millones, y el héroe hubiera muerto hace mucho, de no ser porque usaba la piel de león como escudo. Era ingenioso, y eso a Atenea le gustaba.


—¿Recuerdas cuando era un bebé, Hermes? El pequeño nos necesitaba, y nos sigue necesitando ahora.


—La vida ya es difícil aquí. No quiero ir contra los deseos de Hera. Además, sería hacer trampa.


—¡Es ella la que hace trampa! Como si no supiéramos que es la reina del Olimpo la que susurra en los sueños de Euristeo tareas cada vez más imposibles. No es justo.


—Tal vez yo pueda ayudar —dijo una voz a sus espaldas.


Era el cojo y deforme Hefesto, cargando unos cencerros. El herrero divino nunca era taciturno, nunca se involucraba en lo que acontecía afuera de su taller, pero nunca perdía una oportunidad de humillar a la madre que lo había arrojado recién nacido del Olimpo. Llevaba consigo unas monstruosidades de bronce a las que no le encontraba ningún propósito. Juntos, los tres dioses conspiraron en la oscuridad.


Atenea fue la que armó el plan, y la que decidió bajar a la tierra en secreto. Solo necesitaría unos minutos, que Hermes le conseguiría distrayendo a su madrastra con alguna de sus jugarretas. Apareciéndose en el lago Estínfalo, llamó la atención de su medio hermano.


—¡Héroe! No puedo darte la respuesta, pues esta tarea es tuya y de nadie más. Pero puedo ofrecerte mi consejo. No podrás cazarlas una por una, debes provocar una huida masiva. Usa la inteligencia Heracles. ¿Cómo puedes espantar a una parvada tan grande?


Tras pensar un momento, Heracles contestó: sólo un ruido espantoso podría asustarlas lo suficiente, Atenea sonrió, pues su hermano no era tan tonto como parecía. Apenas hablando, le extendió los cencerros de Hefesto y desapareció de su vista. Sólo permaneció lo suficiente para ver como Heracles provocaba un estruendo y, aprovechando la confusión, acribillaba decenas con flechas envenenadas, y el resto huía para nunca volver.


De regreso en el Olimpo, Atenea comprobó con satisfacción que su trama había funcionado. Mientras Heracles le llevaba al rey doce cadáveres de ave como prueba, Zeus vociferaba el orgullo que sentía por su hijo, mientras dioses y diosas cobraban y pagaban sus apuestas. La furia de Hera parecía resignada, frustrada, y eso indicaba que no se había enterado de la intervención de tres astutas divinidades.


El juego continuaría, y Atenea se aseguraría que su madrastra perdiera cada jugada.




Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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