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Una broma inocente

Madrid, 1643

—Te denunciaron otra vez con la Inquisición. ¿Alguna vez vas a parar?


—Yo vivo para reírme, amigo mío, nunca le he temido a las consecuencias. Además, este era una rima sin importancia.


—¡Acusaste al duque de mantener relaciones profanas con su esclava!


—Infamias. O usted dígame, Don Diego, ¿hay algo que no sea inocente en este papel?


Diego Velázquez se estaba divirtiendo en ese desayuno. Los grandes artistas de España, al menos los que quedaban, se embriagaban antes del mediodía con el mayor de los cinismos. Aceptando el reto, tomó el papel que tantos problemas le había traído al viejo Francisco:


Ella esclava y él esclavo que quiere hincársele en medio


—En efecto. El esclavo le pide matrimonio a la mujer, no hay motivo de ofensa.


Su otro interlocutor, el dramaturgo Pedro Calderón de la Barca, apoyado en su bastón después de una desafortunada carrera de soldado, bufó.


—Ambos saben perfectamente a que se refiere. "Ella esclava y él es clavo que quiere hincársele en medio". La libraste en esta ocasión, pero ¿qué necesidad hay de burlarse de un noble?


—¿Y de quién más me voy a burlar? ¿De mis amigos? Lope de Vega y Cervantes murieron, ¿De mis enemigos? El narizón de Góngora y el borracho de Alarcón también. Tirso está muy enfermo. Es el fin de una era y me estoy quedando sin blancos,


—Ya no tenemos patrón ni protección, Francisco. La reina se logró deshacer del Conde-duque de Olivares. Ahora ella es la que gobierna sobre el rey.


—Y hablando de la reina coja... está a punto de pasar la procesión real.


En todas las mesas de la taberna, sobrios y ebrios alzaron la cabeza para ver pasar a la corte. Felipe IV de Castilla, bonachón e inútil, cabalgando de una guerra a otra sin conseguir nada. A su lado, Isabel de Borbón, hija de reyes franceses. Velázquez sabía que la prudencia de Calderón era sabia. Todos los que la conocían sabían que su majestad era una mujer capaz y astuta, y la manera en la que había conjurado con seis damas de la corte para exiliar a su antiguo rival la mostraba como peligrosa y taimada. En efecto, tenía muchas virtudes, pero los años la habían amargado: despreciada por una madre que deseaba un varón, casada desde niña con un enemigo, humillada por un marido que sembraba bastardos en cada provincia mientras ella enterraba a nueve de sus once hijos, y abortaba a incontables más. Tenía muy poca tolerancia para los artistas, sobre todo porque las actrices se encontraban entre las amantes favoritas del rey.


Mientras veían pasar al séquito, el joven Calderón y el anciano Francisco continuaban peleando,


—Si no hubiera despedido a mi patrón, hasta guapa se me haría. Don Diego, lo acaban de nombrar pintor de la corte ¿es cierto que es coja?


Distraído el pintor, se limitó a asentir con vaguedad. En honor a la verdad, la malformación de la reina era muy menor, pero Olivares había mandado publicar centenares de panfletos engrandeciendo el defecto, y Doña Isabel, rencorosa como sólo una mujer despechada sabe ser, se tomaba muy a pecho cualquier insulto. La instrucción del rey había sido pintar a la infanta y las otras damas, por lo que Velázquez había tenido cuidado de guardar sus distancia con la madre de la pequeña María Teresa.


—¡Deja de decirle así! No sabemos quien podría estar escuchando.


—¡Es la verdad, Pedro! Si la mujer es coja, es coja. Eso es algo que tenemos en común. Yo nací miope y con los pies deformes, y me he mofado de eso toda la vida. No hay por qué avergonzarse de lo que natura nos da.


—Eso lo dices aquí entre amigos, pero no te atreverías a decírselo en su cara.


Pedro Calderón de la Barca se arrepintió en cuanto abrió la boca, pues sabía de lo que era capaz el viejo con tal de cumplir un reto. El poeta cojo limpió sus anteojos, y apoyado en su bastón se levantó del asiento. Ante las atónitas miradas de sus amigos, aseguró que si volvía vivo de aquella aventura, estarían obligados por honor a invitarle un banquete digno de un emperador aquella noche.


Sin esperar a escuchar su respuesta, salió de la taberna, deteniéndose sólo para recoger dos flores de la entrada. Interrumpiendo la marcha, Francisco de Quevedo se arrodilló a mitad de la calle, justo enfrente de sus reales majestades, sosteniendo una flor en cada mano, ofreciéndoselas a la impactada Isabel. La mitad de Madrid presenció aquel encuentro y, aguardando en el silencio, todos oyeron la claridad con la que la profunda voz del poeta proclamó:


"Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja"


¡Bienvenidos pasajeros! La noche de hoy quería contar una historia divertida, sin muchas pretensiones, y recordé la figura del calambur, que consiste en una frase que cambia de sentido reordenando una de sus sílabas. Hay quienes dicen que lo inventaron los franceses (calembourg como una deformación de Kahlenherg, el apellido del embajador alemán víctima de los juegos de palabras de la corte), otros que fueron los italianos (calamo burlare, burlarse con la pluma); y otros más que fueron los árabes (siendo el origen kalembusu, o palabra equivocada). Sea como sea, es claro que en todos los idiomas ha sido costumbre recurrir a la escritura como fuente sin igual de humor.


En nuestra lengua, los dos ejemplos más famosos son los aquí mencionados, el primero confirmado a Francisco de Quevedo y el segundo atribuido también a su persona. Nunca sabremos a ciencia cierta quién lo escribió, o si la anécdota que tanto circuló en el siglo XVII tenía algo de verdad en ella, pero ninguna de las dos me sorprendería considerando que Quevedo fue toda su vida un maestro de la sátira, insultando a aliados y rivales por partes iguales hasta el día de su muerte, apenas un año después que la monarca, dos veces regente de España, de la que supuestamente se burló.


Usando la historia como pretexto, la recreo en este espacio situándola en los últimos años del Siglo de Oro, que vio escribir a maestros sin igual de la lengua española, a la vez que los invito a leer no sólo sobre poetas, pintores y dramaturgos, sino sobre una mujer despreciada en su tiempo y burlada por todos, cuya inteligencia política apenas comenzamos a descubrir.



Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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