Una caminata matutina
- raulgr98
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Ciudad de México, Domingo 09 de febrero de 1913
El general tamaulipeco salió de su casa antes de que saliera el sol, cargando el peso de casi cinco décadas de servicio. Portaba ropa de civil, no porque se avergonzara de su condición militar ¿cómo podría, si era la única vida que había conocido desde que era un muchacho de quince? sino porque apreciaba la calma que le daba ese recorrido por las calles de la capital antes de que ponerse el uniforme en la oficina el recordara la montaña de obligaciones que debía cumplir. El general había servido a seis presidentes de la República, desde la invasión de los franceses hasta las más recientes revueltas, y con ninguno de ellos recordaba tanto caos como con este. En verdad que él deseaba que Don Francisco nunca hubiera sido presidente, pues añoraba el orden de los días de Don Porfirio, pero los buenos soldados siguen la cadena de mando, y el presidente, aunque fuera un catrín ingenuo, era su comandante supremo y le debía fidelidad.
Un beneficio adicional le reportaba aquella caminata matutina, pensaba mientras el sol comenzaba a asomarse, y era que a su edad, necesitaba el ejercicio. Con cada día que pasaba, el general se sentía más cansado, y lo peor era que sabía que no era el único. Si un error había cometido Don Porfirio, había sido no promover el relevo entre los oficiales, y Madero no sólo se había negado a tocar el ejército federal, sino que había alejado a sus propios alzados con sus conductas de hacendado, y ni siquiera inspiraba nuevos reclutas entre los jóvenes. “Somos un ejército de ancianos”, pensó el general, próximo a cumplir sesenta y cuatro “y los que no viven añorando el pasado estamos demasiado agotados para cambiar”.
Como si el universo estuviera empeñado en contradecirlo, en ese momento vio doblar la esquina a un grupo de cadetes, que por las señas en el uniforme reconoció como integrantes de la división de Tlalpan. Intrigado por ver qué hacían los muchachos lejos de su plantel a tan temprana hora, se aproximó agachando la cabeza, sin ningún temor, pues para los jóvenes impetuosos todos los ancianos se ven iguales, más cuando visten de civil. Tres cosas le llamaron la atención en cuanto tuvo al grupo de nuevo a la vista: la primera, salían de un vagón de tranvía que habían abandonado a mitad de la calle; la segunda, quienes los dirigían no eran instructores, sino oficiales del batallón regular y tercero, seis de los cadetes batallaban para arrastrar ametralladoras por la calle.
“Tlalpan”, pensó el general, antes que la memoria de un oficial indigno de llamarse soldado, recién incorporado de nuevo al ejército contra el consejo de mucho, llegó a su memoria, “la división de Mondragón”.
Siguió su caminar pausado por tres cuadras más, a fin de no levantar sospechas, y en cuanto se sintió seguro cambió de rumbo, corriendo lo más rápido que se pudiera a la garita comandadada por el marino Ortiz Monasterio, la del 24º batallón de caballería. “¡A las armas! ¡Traición! ¡Traición!”, gritaba mientras confundidos oficiales, apenas despiertos, le preparaban un caballo y un fusil. Adormilados como estaban, entendieron lo suficiente para cabalgar bajo la aurora hacia Palacio Nacional, irrumpiendo por la puerta trasera.
El general Lauro Villar nunca había creído en la suerte, pero era difícil negarla aquella mañana. El grupo de alzados que arrestaron en Palacio eran sólo dos docenas, y ninguno pertenecía al grupo que antes había visto, que debía de progresar con lentitud, o estar esperando a más rebeldes. Cinco vidas se habían perdido en el ataque sorpresa de los traidores, pero parecía que el objetivo, más que matar, era el control de la plaza y la toma de rehenes. El leal general pidió que le llevaran al despacho del secretario de guerra, donde estaban los prisioneros, al líder de los alzados en cuanto lo identificaran.
Al abrir las puertas del despacho, saludó individualmente a los tres rehenes:
—General secretario —dijo saludando con un gesto al ministro de guerra, Ángel García Peña
—Capitán Bassó —dijo mientras le estrechaba la mano con afecto al intendente de Palacio, un marino apenas unos años menor que él, a quien le unía una vieja amistad.
—Señor embajador —saludó parco al tercer prisionero, el financiero tuerto al que llamaban “Ojo parado”
—Aún no, general —le respondió— El barco a Tokio partía mañana, por la crisis he decidido postergar la encomienda.
Lauro Villar contestó con un gruñido. El jefe del servicio secreto, siempre atento a posibles conjuras, nunca le había caído bien; pero era el hermano del presidente, y no se podía negar que era un aliado astuto.
—Vinieron de madrugada, pero no pueden ser los únicos —continuó el licenciado— creo que querían emboscar al presidente cuando viniera a laborar. Su pronta intervención ha sido un alivio, general. Señor secretario —dijo dirigiéndose al ministro— ¿podría hacerme el favor de llamar por teléfono a Chapultepec y decirle al presidente que tenemos una rebelión en la ciudad?
El reloj del despacho marcaba las siete cuando salió el ministro, y poco después entraron dos soldados llevando a un anciano con las manos atadas con una cuerda, un viejo al que Villar reconoció al instante, pues aunque ya estaba retirado, habían servido juntos en muchas campañas.
—Gregorio, siempre fuiste un necio. Si Mondragón te mandó en la vanguardia, es porque sabe que eres prescindible. ¿Quién más traicionó al presidente? ¿Dónde están el resto de tus hombres?
Ya fuera por rencor hacia los conspiradores que lo habían abandonado, escrúpulos al creer la muerte cerca, o miedo a los métodos de los agentes del Ojo Parado, Gregorio Ruiz soltó todo: que no llegaban a más de doscientos, contando a los cadetes, que Cecilio Ocón era el tercer líder, y que los objetivos eran tres. Uno iría a Palacio, otro a la prisión de Tlatelolco, otro a Lecumberri.
—Van por Félix Díaz —dijo Bassó.
—Y Bernardo Reyes—concluyó con tristeza el general Villar.
Los sonidos de las clarines y tambores los tomaron por sorpresa. El resto de los alzados habían llegado, y Villar supo que habían tenido éxito en liberar a los reos: el viejo Bernardo era muy buen militar, pero la vanidad lo perdía. Sólo él anunciaría un golpe como si fuera un desfile patriótico. El regreso del ministro García Peña confirmó su sospecha.
—Es Reyes, y no viene solo con cadetes. Más oficiales regulares se han unido a la revuelta, y parece que han dejado libres a todos los reos, y los han armado.
—Usted es ministro de guerra, ¿cómo procedemos?
—El presidente lo nombró a usted comandante de plaza, general Villar. Esta mañana, yo estoy a sus órdenes.
No tenían cañones, pero ordenó que tomaran todas las metralletas que tenían en bodega y salieran por la puerta de Palacio, la reserva, con fusiles, vigilaría por todas las ventanas que daban al Zócalo. Las posiciones estaban listas cuando irrumpieron los amotinados, y la plaza estaba llena de curiosos. Dejando a Bassó al mando en caso de una tragedia, el general se tomó como misión personal tratar de evitar un baño de sangre.
—¡General Reyes! Que sorpresa verlo en libertad.
—Tienes hombres valientes a tu mando, Lauro. Ríndete, no le deseo mal a ninguno de ellos.
—Llegas a las puertas de Palacio Nacional armado, Bernardo. Me disculparás mi escepticismo. Lo que estás cometiendo es traición.
—Traición sería dejar que Madero destruya este país. Estoy cumpliendo mi deber patriótico, no importa que me traiga la muerte. Tú peleaste contra Madero a mi lado, Bassó también, hasta el ministro de guerra ¿por qué ahora se doblegan ante él?
—Mi deber entonces era con el general Díaz, pero el presidente es otro ahora, Bernardo ¿la institución no significa nada para ti?
—México significa más, viejo amigo.
Tres veces intentó Lauro Villar convencer a Bernardo Reyes de rendirse, y tres veces intentó el rebelde que su viejo amigo, compañero de generación y acompañante en cien campañas, se sumara a los alzados, pero la balanza no se inclinó a ningún lado. A las 7:30 exactas, Bernardo Reyes ordenó su última carga de caballería.
Lauro Villar apenas tuvo tiempo de ponerse otra vez detrás de la línea de fuego, antes de que los disparos comenzaran. El aire se impregnaba del olor de sangre y pólvora, pero aunque veía a los hombres caer a su lado y frente a él, eran muchas más las balas que impactaban contra los civiles que corrían asustados. Un dolor terrible en el hombro lo hizo caer de rodillas, y las décadas de experiencia le supieron decir que una bala le había roto el omóplato, una herida de la que, a su edad, sabía que no se repondría. Luchando para conservar la conciencia, alcanzó a ver como Bernardo Reyes, su viejo amigo, cabalgaba directo hacia él, cuando múltiples disparos le destrozaron el pecho y lo arrojaron al suelo del Zócalo. El asesino del viejo militar lo ayudó a ponerse de pie, era el capitán Bassó, con la otra mano recargada en una metralleta humeante.
Por el dolor de la herida, Lauro Villar apenas recordaría fragmentos de las siguientes horas: los alzados dispersándose al ver el cadáver destrozado de su líder, un médico cortando el uniforme para coser la herida, el secretario García Peña inconsciente a su lado, con el brazo tullido por una ráfaga de fuego, y Ojo Parado visitándolo en la estancia que servía como hospital improvisado.
—Son las ocho, general. El presidente salió de Chapultepec hace una hora, desfilando con los cadetes del Colegio Militar, pero se han detenido en un estudio fotográfico cerca de aquí, había francotiradores en el edificio de la Mutua. Salgo en estos momentos a darle el parte de este segundo ataque, ¿algún mensaje que quiera darle?
—De fe de la lealtad de sus hombres, y ofrézcale mis disculpas por la herida, mis reflejos ya no son los de antes. Ni el general secretario ni yo estamos en condiciones. Me apena, pero deberá nombrar un nuevo comandante de plaza.
Tras la partida del hermano de Madero, su única visita fue Bassó, quien coordinaba el retiro de los cuerpos de la plancha del Zócalo. Supo decirle que los alzados habían perdido el doble de hombres que los leales, pero parecía abrumado por la muerte de civiles*, pero el herido general rápidamente perdió la conciencia.
Lo siguiente que supo cuando despertó era que el presidente se encontraba en el balcón, saludando a la temerosa multitud, algo que no parecía agradar a los defensores de Palacio.
—Si comienzan a disparar sus cañones, está en el rango —decía Bassó.
Cuando el general Villar pidió que se le actualizara en noticias, fue Ojo Parado quien respondió.
—La carga de Reyes era una distracción. Félix Díaz y Mondragón fueron por otro objetivo con el grueso de los traidores. Hace unas horas, a las 11:30, tomaron a traición la Ciudadela.
— ¿Cuánto armamento tenemos guardado ahí? —le preguntó a Bassó.
—Veintisiete cañones, ocho mil quinientos rifles, cien ametralladores, cinco mil obuses, unos veinte millones de cartuchos.
Sólo la disciplina de cincuenta años en el ejército evitó que Lauro Villar se derrumbara. Quizá tenían más hombres que los alzados, pero el parque pronto se les acabaría. La gravedad de la situación apenas comenzaba a asentarse, cuando el presidente entró a la estancia a hablar con sus hombres de confianza.
—Capitán Bassó, mandé una cuadrilla de guardias de Palacio a negociar con la Ciudadela. Mi primera opción es evitar más derramamiento de sangre.
—Es una pérdida de tiempo—gruñó Ojo Parado— lo que necesitamos son más hombres y munición.
—Lo sé, hermano. Por eso salgo ahora mismo a Cuernavaca. Iré por Ángeles.
Tras esto, el presidente se acercó al lecho del herido.
—General, le agradezco su leal servicio a la nación. Ordené que sea trasladado inmediatamente al hospital, donde recibirá los mejores cuidados.
—Era mi deber señor, lamento no poder hacer más. Si puedo preguntar, ¿quién me reemplazará al mando?
—El general Huerta alcanzó a mi comitiva en el estudio fotográfico, y se puso a mis órdenes. No me ponga esa cara, sé de su reputación, pero es el militar de más alto rango que queda en la ciudad, y respeta la cadena de mando. Tengo que hacer lo mismo.
Lauro Villar trató de protestar, pues el presidente no conocía a Huerta tan bien como él; pero el dolor en el hombro regresó, y Madero había dejado la estancia para cuando encontró de nuevo las palabras. Mientras lo sacaban de Palacio en camilla, tampoco vio al jefe del servicio secreto, ni al intentedente Bassó, el único rostro que reconoció fue el del general Huerta, quien se acercó a despedirse, apenas conteniendo el orgullo de su nuevo nombramiento. Apenas eran las tres de la tarde y el aliento ya le apestaba a alcohol.
Cerca de perder la conciencia, Lauro Villar alcanzó a decir una sola frase:
—Te conozco, Victoriano. Ten mucho cuidado, no se te vaya a ocurrir…
.
*43 bajas entre los leales, 115 entre los rebeldes, 647 muertos civiles el primer día.
¡Bienvenidos pasajeros! Espero que hayan disfrutado de este segundo relato en mi serie de quince entregas sobre la Decena Trágica. Lauro Villar nunca sanó del omóplato, pero logró vivir diez años más, los suficientes para asistir a la firma del Tratado que extinguió al ejército federal.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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