Una mañana aburrida
- raulgr98
- 26 sept
- 5 Min. de lectura
Pueblo de Coyoacán, en los últimos años de la Nueva España
Me despertaron las campanas de la capilla de San Antonio, llamando a la misa matutina. La luz del alba amenazaba con invadir mi habitación a través de la ventana entreabierta, y sentía la suavidad de las sábanas acariciar mi cuerpo desnudo. Tan abrumado estaba por los últimos dos días, que apenas y me sorprendió constatar que había olvidado la ropa de cama en mi cansancio, pero lo noté, pues aquel desliz, por pequeño que fuera, era lo único que volvía aquella mañana extraordinariamente ordinaria.
El otoño se cernía sobre nosotros, pero no había nada digno de resaltarse en el aire: en mi memoria vivían muchos días más fríos, y muchos otros más cálidos. En la lejanía creí escuchar el trinar de un ave, pero hasta ese canto parecía opaco, como si la criatura supiera que aquel era un día de rutina, sin importancia. Sí, no habría bailes ni desfiles, pues la noche sería tan mundana como la aurora; y si me vestí, con una calma que rozaba la pereza, fue solo porque quedarse en casa se hubiera considerado fuera de la común. Al bajar las escaleras y atravesar el patio central de la casa que fue de mis padres, escuché las ollas y las cazuelas, y la aún imponente voz de la vieja Tomasa dar instrucciones en la cocina. Dos días de descanso le había dado, pues pese a lo que los últimos años podrían indicar, la llegada de un virrey no acontecía todos los días. Pero ahora se hallaba de regreso, y me reconfortaba la seguridad de que de nuevo tendría los mismos guisos a los que vivía acostumbrado.
Parece que el mundo comparte mi apatía, fue lo primero que pensé al salir a la calle, pues las gotas de rocío apenas brillaban, las ardillas dormitaban entre las ramas, y las hojas de los árboles permanecían inmóviles, como si el viento mismo hubiera decidido quedarse dormido. Despacio, tomé la misma ruta que aprendí de niño, para salir al Camino Real*, que conducía al pueblo de San Ángel.
Sólo en días como ese se podía apreciar la verdadera belleza del pueblo de Coyoacán, lo bastante lejos de la capital para escapar del barullo y el caos, pero lo bastante cerca para poder vivir con comodidad. Al ver el solitario camino, incluso sonreí, pues lejos quedaba ya el caos de los últimos días. Sólo diez hombres, la mitad de mujeres y un par de bestias se encontraban en la calle, y a todos los conocía, fuera de nombre o de vista, desde los indios que fundaron este pueblo, a los españoles que reclamaban más y más espacios, a los mestizos cada vez más frecuentes en la que fue la primera República de Indios. Esta aburrida paz es la que me hacía feliz, no el infierno de dos días atrás, cuando era imposible distinguir el horizonte, pues multitudes de todas las intendencias y provincias se arremolinaban en su desesperación para llegar a la capital para ver la entrada triunfal del virrey. Incluso el día anterior, el tranquilo barrio seguía convertido en gran urbe, pues los más poderosos de entre los gachupines decidieron celebrar un baile en honor de Venegas, y un torrente de comerciantes acampaba en los pueblos de alrededor, aún esperanzados de encontrar grandes fortunas ya fuera en la recepción, o en el afluente de visitantes.
Mas por costumbre que por genuino interés, al ver a un arriero que conducía a su mula en dirección opuesta a la mía, le pregunté:
—Bendita mañana, buen hombre. ¿Hay noticias de la capital o las provincias?
—Ni un susurro, gentil señor. Parece que la algarabía del desfile se ha terminado, y todos, el marqués de Reunión incluido, necesita descansar. Además, ¿qué podría pasar hoy, que eclipsara el inicio de la semana? Hace menos de dos días que entró el nuevo virrey ¿qué otra noticia quisiera hacerle sombra? No señor, le puedo asegurar que si hay un día en que nada ocurra, será éste.
Terminado tan breve intercambio, me despedí con un gesto y terminé mi recorrido hasta llegar a la vieja iglesia de piedra, con su fachada rojiza y sus relieves grabados. Apenas cruzando el pórtico, me persiné de la misma forma que siempre hacía, me senté en la misma banca de oscuro cedro, contemplé los mismos cuadros. Al comenzar la liturgia, nada inusual, ni un halo de luz por los ventanales, ni un suspiro de asombro entre los feligreses acontenció: los mismos cantos, la misma cadencia en el latín de las lecturas. Incluso el sermón del cura fue parco, como si quisiera dar ya por terminado el día, pues nada había acontecido que lo inspirara a hablar, e incluso el pararse a comulgar fue casi un acto de inercia.
Al terminar la ceremonia, mientras el resto se dirigía en silencio a sus hogares, decidí al menos intentar variar en algo la rutina. Dando vuelta a la construcción, atravesé los jardines de la parroquia. Tanto en los muros de la iglesia como entre el césped, vi como varios lagartos tomaban el sol matutino, con el vientre hacia arrriba. Panzacola, los llamaban los indios, y aquel mote había pasado a nombrar a todo el barrio, pero aquel día incluso aquellas criaturas, vivaces y casi juguetonas, parecían sonámbulas. Dejándolas atrás, me encaminé al antiguo puente de Altillo, y pasé mis horas viendo correr debajo de mí las aguas del río Magdalena.
Quizá debí preguntarle al arriero si había noticias del exterior, llegué a pensar, pero algo me decía que sobre aquello tampoco podría darme información. Incluso la resistencia contra las hueste de Bonaparte y el advenedizo títere de su hermano, el usurpador; que por dos años fue la comidilla de la alta sociedad, criolla y española por igual, ahora se tornaba aburrida.
A otros les desespera estar inmóviles, mudos, tomarse una mañana para no hacer nada, pero yo siempre he agradecido la calma que traen consigo. Aquella mañana, recé para que hubiera muchos días tan pacíficos como ese, y viendo la corriente correr, pensé.
—Gracias por un día tan aburrido como éste, en el que nada acontece. Desearía que más fueran tan irrelevantes como el dieciséis de septiembre de 1810.
*Hoy calle Francisco Sosa.
¡Bienvenidos pasajeros! A algunos de ustedes les podrá parecer extraño como decidí focalizar el relato de hoy, pero para mí fue un ejercicio satisfactorio, que me permitió reflexionar sobre tres postulados:
La fascinación de ponderar sobre la percepción de una fecha emblemática por aquellos que lo vivieron sin darle la mayor importancia, pues no tienen el beneficio de pensar históricamente.
La realidad de las distancias y comunicaciones en épocas pasadas que con toda seguridad, de cualquier acontecimiento notable sólo se enteraron, al menos por un tiempo, quienes participaron directamente en él.
Afirmar mi desdén por el día del grito, de cuyos festejos he evitado participar por muchos años, pues me parece absurdo celebrar el inicio de un movimiento cuando ese día no hubo ninguna transformación radical, y fue intrascendente para muchos a quienes afectaron sus secuelas.
Si fuera forzado a celebrar el día de la independencia, lo haría el 27 de septiembre, el día de la consumación, y es en la víspera de dicha efeméride que decidí compartir este relato con ustedes.
Hasta el próximo encuentro…
Navegante del Clío
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