Una noche, un salmo, dos uniformes
- raulgr98
- 7 sept 2023
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Bélgica, 24 de diciembre de 1914
El capitán extinguió la última luz de la trinchera, y el soldado se quedó sin más compañía que el lodo, las sombras y los muertos. Aunque perder la noción del tiempo era algo común entre los soldados, Heinrich llevaba un registro minucioso del correr de las horas, lo único que había logrado evitar que perdiera la cabeza en esos tortuosos meses. Se creía valiente para su edad, no le temblaba el pulso al disparar, y no dudaba en obedecer órdenes, pero aquella noche no podía dormir. Sin más resguardo que la chaqueta de su uniforme, el muchacho alemán lloró, pensando en su padre, en su madre, en su novia del colegio. Ellos en Berlín y el a mitad de la nada. Por primera vez en veinte años, pasaría una Navidad en completa soledad.
Al escuchar débiles sollozas haciendo eco entre los parapetos, comprendió que no era el único. Parecía que toda la tropa seguía despierta. De repente, una fogata se encendió y trescientas almas perdidas, desoladas, sin esperanza, se reunieron en torno al fuego. Sobrevivientes todos de bombardeos e incursiones inútiles, pero ¿por cuánto tiempo más? Heinrich sabía que posiblemente no llegaría al Año Nuevo, así que pese a la tragedia que lo rodeaba, decidió que sus temblorosos colegas eran la mejor compañía que podía esperar. Ignorando las gélidas corrientes de aire, comenzó a cantar.
Al otro lado de la Tierra de Nadie, Tommy tiritaba de frío mientras los copos de nieve caían sobre su cuerpo. Tenía el brazo vendado, una bala lo había rozado en la mañana, pero sabía que contaba con más suerte que muchos. Dentro del hueco y fuera de él, sólo el frío evitaba que el hedor de los cuerpos fuera insoportable, y a unas horas de medianoche se seguían escuchando quejidos de los heridos fuera de la trinchera, arrastrándose en busca de refugio, rogando en inglés, en francés, en alemán.
Súbitamente, en el bando enemigo un fuego se encendió, y los británicos se prepararon para una posible emboscada. Tras tomar sus armas, el teniente les ordenó que guardaran silencio, tratando de comprender los murmullos lejanos. Una voz tenue rompió el silencio desde el otro lado, y conforme más hombres se le unían el estruendo se hacía mayor, formando un coro de trescientas voces en armonía. Tommy no entendía una sola palabra de alemán, pero habría podido reconocer esa melodía en cualquier lengua: estaban cantando Noche de Paz. Sólo entonces recordó que era Nochebuena.
Heinrich escuchó a los Aliados cantar incluso antes de terminar el villancico, y pese a que las palabras eran distintas, reinaba una inexplicable armonía entre los dos coros. Cuando la canción terminó, el silencio regresó por solo dos segundos, pues ahora eran los franceses quienes comenzaron a cantar. El soldado reconoció la melodía, aunque del otro lado la recitaban un poco más lento, como si los estuvieran invitando a unirse nuevamente a la música. Quizá tenían más en común de lo que sus líderes habían dicho, pensó. Antes de tener una oportunidad de recuperar la cordura, movido por un impulso que no sabía de dónde había surgido, salió de la trinchera y comenzó a gritar.
"Está hablando en inglés" exclamó Tommy, suplicando que no se disparara al hombre que acababa de asomarse en la oscuridad, alumbrado por un farol. El acento era muy fuerte, pero el significado era inconfundible: "Tú no disparar, nosotros no disparar". Los soldados se miraron unos a otros con desconcierto ¿sería posible una tregua? Alguien debía ser el primero en comprobar que no era una trampa así que, encomendándose a su dios, el muchacho británico respiró hondo y abandonó su refugio.
El inglés y el alemán se encontraron a mitad de la Tierra de Nadie, el punto al que ni un bando ni otro había logrado llegar con vida en semanas. Tommy llevaba una petaca con whisky, Heinrich un cigarrillo encendido con su farola. Ambos portaban el uniforme de su nación, marcado por el polvo y la sangre seca, pero lo que los soldados vieron cuando estuvieron frente a frente fueron dos pares de ojos marrones que oscilaban entre la cautela y la súplica, en rostros pálidos y sudorosos de la misma edad. Uno y otro lo ignoraban en aquel entonces, pero compartían el deseo de casarse al volver a casa, la carrera en artes, incluso el cumpleaños. No se necesitó traductor, bastó con que uno extendiera el cigarrillo, aún encendido, y el otro ofreciera la petaca. Cuando el alcohol bajó por la garganta del alemán, y el humo de tabaco entró por la nariz del inglés, ambos sonrieron con alivio y se estrecharon la mano, gritando a su bando el mismo mensaje: nadie moriría aquella Navidad.
Salieron lentamente de un lado y del otro, iniciando por aquellos que conocían la lengua enemiga, pero todos ansiosos por respirar aire fresco por primera vez desde el inicio de aquella maldita guerra. Después de que los oficiales acordaran los términos, fogatas se encendieron en Tierra de Nadie, abandonando los fusiles en las trincheras. El pan se pasó de una mano a la otra, enemigos se intercambiaron fotos de sus seres queridos y soldados hicieron fila para contar viejas historias.
Pero antes de cenar, pasó el evento más extraordinario de aquella noche milagrosa: un grupo de alemanes encontró en la noche a un francés herido, lo tomaron sobre sus hombros y lo llevaron cargando hasta la trinchera aliada, para que pudiera recibir la atención de sus médicos. Los británicos correspondieron el gesto cargando a un alemán convaleciente y llegó el momento en que ni un herido agonizaba en el campo nevado, y los soldados salían del campamento enemigo no con armas sino con palas, para ayudar a enterrar tanto a los suyos como a los otros.
Después de cenar, decidieron hacer una misa conjunta por los muertos, y un párroco escocés dirigió la ceremonia. Sin embargo, dejó su Biblia junto al abrigo, pues se sabía los ritos de memoria, y cuando llegó el momento del salmo, sorprendió a todos al revelar que sabía tanto inglés como alemán, alternando entre un idioma y otro para que todos pudieran cantar las palabras más bellas que se dijeron aquella medianoche:
El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre.
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo.
Aliados y centrales amanecieron hombro con hombro, pues se habían negado a regresar a la humedad de las trincheras, y descubrieron que el espíritu de pelea no había regresado todavía. La nieve cubría completamente las tumbas de sus compatriotas, y por primera vez el blanco reinaba de forma absoluta sobre el rojo. La Historia no recordaría de que bando surgió la idea, pero después de desayunar los soldados se encontraron a sí mismos abandonando sus uniformes. Sólo los alemanes se dejaron sus sombreros, sin más fin que el de distinguir un equipo de otro, pues el día de Navidad de 1914, en plena Primera Guerra Mundial, en Tierra de Nadie se jugaron tres partidos de fútbol, riendo en tres lenguas, ignorando por un día las banderas.
Cuando el sol amenazó con ponerse sobre el horizonte, los hombres se ayudaron a vestirse y regresaron cabizbajos a sus trincheras, pues sabían que era tiempo de volver a la realidad. Heinrich y Tommy fueron los últimos en despedirse, prometiendo buscarse en mejores tiempos, si ambos salían vivos de aquel desastre. Aún sabiendo que en la mañana volverían a ser enemigos, la última acción de aquella blanca Navidad fue un inglés y un alemán abrazándose como hermanos mientras la nieve caía a su alrededor.
¡Bienvenidos pasajeros! Después de dos días de escribir sobre las crueldades y los peligros del mundo, necesitaba cerrar la semana con un poco de alegría, por agridulce que esta sea, recreando una historia que me conmovió desde la primera vez que la escuché años atrás, que representa para mí la prueba que, si logramos no escuchar a los necios y ambiciosos, descubriremos que hay mucho que compartir incluso en los peores momentos, y un recordatorio constante que los milagros existen, y somos capaces de formar nuestros propios.
Hasta el próximo encuentro...
Navegante del Clío
¡Conmovedora historia! Cerrar los oídos a las palabras de los necios ambiciosos.