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Una roca en el fin del mundo

Los dioses tuvieron cuidado de no arrancarle uno sólo de sus cabellos mientras lo desnudaban; pues si bien humillarlo era parte del plan, que sangrara antes de que el Padre de Todo dictara sentencia desvirtuaría toda noción de justicia de aquel espectáculo.

 

Le arrancaron los ropajes y lo sostuvieron para encarar al señor de Asgard, pero en ellos no había ira, pues el dolor por la pérdida de Baldr el Bravo, amado por todos, era aún muy grande. Tan profunda era la pérdida, que nadie tuvo el ánimo de leer los cargos, una larga cadena de crímenes que aún no me siento con la fortaleza de espíritu para relatar. Pueden buscarlas si gustan, son historias populares entre los mortales, pero la maldad de Loki es una a la que no dedicaré palabras.

 

Las palabras del dios de las mentiras son astutas y taimadas, repetirlas aquí sería volver a darles poder. Basta con que sepan que en ningún momento dejó de sonreír, y tampoco negó su responsabilidad en la muerte de mi heredero, aunque la llamó una travesura, igual que con el resto de las acusaciones. El más imprudente de los Jotun, no intentó justificarse detrás de la envidia, la ambición o la locura, era casi como si el día que arrebató la vida de mi hijo, había estado aburrido.

 

Aún recuerdo el brillo en sus ojos y la forma en la que nos habló a todos nosotros:

 

“Probé mi punto, Padre de Todo. Yo encontré la forma de matar a Baldr, cuando toda la Creación había jurado no dañarlo; y cuando hiciste que todas las almas lo lloraran, fui yo quien se negó a hacerlo, e impidió su regreso. Es por mí que el dios perfecto permanecerá muerto hasta el fin de los tiempos. Exíliame Odín, pero ambos sabemos que me necesitas, que los regalos que les he dado, desde tu lanza hasta el poderoso martillo de Thor, no tienen comparación. ¿Cuántas eras pasarán antes de que me vuelvas a llamar a mí lado”.

 

—Ya no más, Loki. Esta vez tuve suficiente. ¡Thor, Vali! ¡Llegó el momento!

 

Los hijos más fuertes que me quedaban sostuvieron al prisionero de los hombros y lo arrastraron hasta la negra roca en la que se había reunido nuestro concilio, en el lugar más apartado de los Nueve Mundos, donde Loki no encontraría una sola vida que se prestara a sus juegos. Tomé mi lanza y me concentré en las runas que pude ver tantos años atrás, reuniendo la magia. Con mi arma golpeé el piso y la tierra se abrió, brotando de ella una serpiente monstruosa, con frío veneno goteando de sus colmillos. Mientras Heimdall desenredaba la mágica cuerda de los enanos, con la que antaño aprisionamos al lobo Fenrir, dicté mi sentencia.

 

—Loki, por haber engañado al ciego Hodr para que diera muerte a Baldr el Bravo con la flecha de muérdago, y todos los otros crímenes de los que se te acusa, te condeno a esperar el Ragnarok atado a esta piedra en el fin del mundo, sin más compañía que la de tu esposa, si decide acompañarte, y la serpiente que derramará su veneno sobre tu rostro, hasta que llegue el fin que nos aguarda a todos.

 

Era un castigo terrible, lo sabía. Incluso si Sygin aceptaba quedarse, y trataba de evitar la caída del veneno con su copa; entre ellos no habría palabras de cariño, y la magia se encargaría que el maligno líquido siempre salpicara el rostro del condenado, aunque fuera en los momentos en los que se tuviera que vaciar la copa. Y aun así, no era suficiente, pues mi dolor era grande, y la arrogancia permanecía en el rostro de Loki.

 

A otro lo habría ejecutado, o perdonado, pero no era un simple asesinato el que juzgábamos, ni siquiera la vida de Baldr era la causa de mi furia: era la confianza defraudada, pues le había abierto las puertas de mi palacio al Jotun, había aceptado sus regalos y cabalgado a su lado. No, no era la muerte lo que quería castigar, sino la traición; y esta merecía una condena ejemplar. Fue entonces cuando vi a los niños y se me ocurrió:

 

—Guarda la cuerda, Heimdall. Nuestro antiguo amigo merece otro tipo de ataduras…

 

Yo, Odín, Padre de Todo, conozco la justicia y conozco la sabiduría, pero también conozco la ira y la crueldad. Invocando la magia otra vez, señalé a uno de los hijos de Loki, que entre alaridos tomó la forma de un lobo. Habiendo perdido su mente, la criatura obedeció mis designios y se lanzó contra el primer ser que vio, su hermano gemelo. No fue hasta que el niño dejó de gritar, que permití que mi cazadores le quitaran la vida al monstruo. Ahí fue cuando Loki, por primera vez, comenzó a gritar.

 

—Tomen las entrañas de esos desdichados y úsenlas para amarrar a su padre a la roca. Si alguna vez encuentras un alivio del veneno de mi serpiente, Loki, recuerda que son la sangre y las vísceras de tus hijos las que te atan a tu tormento.

 

Lo dejé ahí, acabadas sus respuestas ingeniosas, y en milenios no he vuelto a verlo. Aún así, hay días en los que pido a mis cuervos que traigan el eco de sus alaridos, y sonrío cuando lo imagino: quemado por un cruel veneno, atado a una roca en el fin del mundo por los restos de sus propios hijos, a los que vio morir. Esa es la suerte del traidor. Tal es el destino de quienes defraudan la confianza depositada en ellos.

¡Bienvenidos pasajeros! La traición es el peor de los crímenes en todas las culturas antiguas, más abominable que cualquier delito, y con este relato nórdico quise compartir el mejor castigo a esta que he encontrado en la mitología.





Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío

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1 comentario


raul221063
14 sept. 2024

Relato muy ad hoc para los tiempos actuales.

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