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Yo maté a Xicoténcatl

¡Bienvenidos pasajeros! Siendo honestos, hoy no me desperté con mucha inspiración para escribir un nuevo relato, la perspectiva de un ensayo en ciernes me abruma. Sin embargo, no quería dejarlos sin la publicación de hoy, así que he desempolvado un texto del año pasado que trata de problematizar de forma literaria la complejidad del mundo prehispánico en los días de la conquista, basándose en la investigación de uno de mis profesores. Espero que lo disfruten.

Yo maté a Xicoténcatl

Tlaxcala, 1550

Siempre me han gustado los cuentos, y aunque a mis veintiuno ya no está bien visto que los lea, encuentro consuelo en escribirlos. Inmerso como estoy en la escritura de la historia de Tlaxcala, mi pueblo, hay un nombre que siempre se repite. Xicoténcatl, Xicoténcatl, Xicoténcatl. ¿Qué impresión debió haber causado en mi padre, con quien comparto nombre, y el resto de los hombres del Capitán General que a casi treinta años de su ejecución su nombre se sigue pronunciando con miedo?


Poco he podido averiguar del héroe de Tizatlán, que peleó por semanas contra los españoles antes de que los cuatro altépetls de Tlaxcallan formalizaran su alianza contra la Gran Tenochtitlán. Él, hijo de gobernante, guerrero fuerte y viril, estaba destinado a la grandeza, a liderar los ejércitos de su pueblo, pero una noche había desaparecido, y Cortés lo había colgado en cuanto le puso las manos encima. Los españoles dicen que regresaba para apoderarse del señorío en ausencia de la mayoría de los guerreros, o para traicionar a los europeos iniciando un levantamiento. Sólo el franciscano que me enseñó a leer le tuvo algo de consideración, pues me dijo que protestaba por los abusos de los conquistadores contra los suyos.


Hoy estoy en la ciudad porque me dijeron que hay alguien que conoce la verdad, un antiguo guerrero de los días de la caída de Tenochtitlán, que peleó a su lado. Me encuentro en estos momentos en la morada del anciano, temible y orgulloso, que no ha perdido la fuerza pese a sus sesenta y dos inviernos.


—Dice que se llama Diego Muñoz Camargo—le susurra la nieta que me dejó entrar.


—Por favor —intervengo mientras abandono el castellano— dicen que sabes por qué murió Xicoténcatl el Mozo.


— ¿Hablas nuestra lengua?


—Mi madre era de Quiahuiztlán, y me educó en las costumbres de Tlaxcallan.


Y entonces el anciano me contó su historia:


Si fuiste educado en las historias de nuestro pueblo, sabrás que desde que llegamos a estas tierras nos dividimos en cuatro altepetls que gobernábamos y hacíamos la guerra juntos: Tepetícpan, Quiahuiztlán, donde nacieron tus ancestros; Tizatlan y Ocotelulco, mi hogar. Pero lo que ninguna crónica te dirá es que la armonía del señorío era sólo una fachada para que nuestros enemigos no nos creyeran débiles, pues las cuatro competían por todo.


No hubo conflicto más grande en el señoría de Tlaxcallan que aquel entre los nuestros y los de Tizatlan, que en aquellos tiempos seguían al ciego padre de Xicoténcatl. Los españoles te dirán que peleamos junto a ellos por amor a su rey y su dios, o por odio a los mexicas; pero si Maxixcatzin, mi señor, me envió a guiarlos y servirlos fue sólo porque Xicoténcatl los había combatido, y si nosotros en cambio ofrecíamos amistad, la nueva alianza nos ayudaría a imponernos contra nuestros antiguos adversarios.


Y funcionó, vaya que funcionó. Por unos gloriosos meses Ocotelulco se convirtió en el más grande de los poblados tlaxcaltecas, pero los dioses castigaron nuestra arrogancia y aquella maldita enfermedad venida del mar se llevó a mi señor antes de nuestro triunfo final. Yo por entonces dirigía a los tlaxcaltecas, compartiendo el mando con Xicoténcatl el joven, y fue en Texcoco que me enteré que los españoles, respetando la última orden de mi señor, le habían dado su título a Maxixcatl, vástago de su misma sangre.


Como buen vasallo, renové mis juramentos, pero fui el único que se dio cuenta del peligro que corríamos, pues Maxixcatl, aunque con la nobleza de un señor, era tan sólo un niño; mientras que Xicoténcatl era un poderoso guerrero, joven pero maduro; que estaba a punto de cubrirse en el manto de la victoria. Si eso pasaba, no sólo sucedería a su padre cuando el viejo muriera, sino que el de Tizatlan se convertiría en líder indiscutible de todo Tlaxcallan, perdiéndose todo por lo que habíamos sangrado al lado de los extranjeros. Entenderás que como guerrero, como hijo de Ocotelulco, como amigo de mi señor Maxixcatzin, era mi deber evitarlo de cualquier manera que fuera necesaria. Entendí entonces que, para que la voluntad de mi señor se cumpliera, Xicoténcatl debía morir.


Decidido a evitar que la voluntad de mi señor fuera desvirtuada, durante días y noches me amigué con él, mi enemigo, mientras mis hombres construían las barcas que el extranjero usaría para vencer a los mexicas. Con el tiempo, el Mozo se acostumbró a mi compañía, y aunque dudo que haya confiado en mí alguna vez toleró mi presencia el suficiente tiempo para que me percatara de su ritual: cada tres noches se alejaba del campamento, caminando por tres horas sin parar, para en su soledad prender un fuego a Camaxtli y pedirle fuerza en la batalla antes de regresar después del amanecer.


El día que Cortés había ordenado emprender la marcha fue el amanecer siguiente a una de aquellas ceremonias, y supe que no tendría mejor oportunidad. Me acerqué al capitán de los extranjeros y susurré en su oído que Xicoténcatl era un traidor, cobarde y desertor, suplicando hombres para capturarlo. Como sabía dónde oraba, no había acabado la mañana cuando lo llevé amarrado frente a los españoles y poco después lo vio colgado de una rama, con su cuerpo ondeando frente a mí. No me mires con reproche, muchacho, pues lo volvería a hacer una y mil veces más, no por odio sino por gloria, de mi señor, mi pueblo y la mía propia.


¿Quieres saber quién es el responsable de la muerte del héroe de Tizatlán? Lo estás mirando, pues te encuentras frente a aquel que llaman Chichimecatecuhtli, guerrero de Ocotelulco, y yo maté a Xicoténcatl.


Asentí en silencio, le agradecí al guerrero y abandoné su morada con pensamientos turbios. Xicoténcatl nunca había sido un traidor, sino la víctima de una sucia intriga. No había sido el primero, ni tampoco el último, pero me sorprendía que los españoles no hubieran tenido siquiera la astucia de planearlo ellos. Aunque seguramente también deseaban la muerte de un peligroso oponente, al final habían sido meros instrumentos de un juego que había iniciado mucho antes de su llegada. Entre mis amigos, hay quienes dicen que los indios son criaturas ignorantes, prácticamente animales. Otros, más condescendientes, dicen que son de una moralidad superior a nosotros, pero sólo porque son de naturaleza ingenua e intelecto infante. Pero ahora descubro que es nuestra fe cristiana, única y verdadera, lo único que nos distingue de ellos, pues son inteligentes y ambiciosos, tan capaces de urdir planes como los europeos.


Esto no se puede saber, no se debe saber. Recuerdo entonces los cuentos de mi infancia y decido que compondré uno propio, de un amante solitario que lo sacrificó todo para intentar ver a su mujer una última vez. Así, la tragedia del Mozo se cantará en el mismo aliento que el de Lanzarote o el de Sansón, y la historia olvidará el nombre de su verdadero asesino.


Hasta el próximo encuentro...


Navegante del Clío


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